El Museo Nacional presenta hasta el 28 de julio una sugerente exposición acerca del entomólogo y artista Leopoldo Richter. Sus dibujos, grabados, acuarelas y reflexiones de viaje no sólo dan cuenta de una profunda interpretación de las selvas colombianas, también ofrecen una oportunidad privilegiada para explorar la unidad existente entre ciencia y arte.
Según Richter, no se debe ir a la selva en busca de ‘algo’. Se debe esperar, con una actitud respetuosa, a que ésta descubra ante uno toda su complejidad. Apoyando su codo sobre un tambor, un hombre mira las figuras de personas que bailan entre hojas. Luego, en medio de la música, traza sus impresiones con granito sobre un papel. Sus dibujos son fruto de la mirada y del pensamiento, y en sus diarios conviven trazos y palabras acerca de un mundo en vías de aniquilación: “Con el ritmo de los sonidos se interpela la vida de los materiales, las plantas y de los animales, pues la entraña misma del indio ha percibido y sentido el movimiento. Proyectado esto sobre el propio cuerpo, en el baile, no es nada distinto de una placentera conversación con el entorno animado, del cual el aborigen mismo es una parte. Todo se representa allí: el paso del animal que va a ser cazado, el movimiento del pez que se apresura en la corriente, el retoñar de las plantas”.
Estas y otras manifestaciones de la belleza en la selva llevaron a que Richter elevará una fuerte crítica a las pretensiones civilizatorias de quienes han fomentado el desprecio por lo nativo: “Y en cuanto a la cultura, jamás he oído o leído de un misionero honesto que tuviese el empeño de llevar cultura al indígena. Únicamente civilización. Sin embargo, los civilizados que visitaron al indio o destruyeron sus objetos de barro o se los robaron, o bien destruyeron su cultura o la tomaron, pero nunca aportaron cultura. ¿O son cultura el aguardiente y las perlas de pacotilla? ¿Son cultura los látigos y las cadenas de los caucheros? Jamás pude encontrar algo diferente… Cultura es creación. Civilización es hacer negocios. El indio, empero, crea todo lo que necesita su vida y lo que la hace hermosa. El civilizado hace un cambalache de todo lo que existe, incluso de su propio trozo de vida”.
La acuarela de la “Sierra de la Macarena” es quizá su obra más lograda en el ámbito formal y cromático: cielo abierto desgajándose en azules y amarillos; vegetación en todo su esplendor; negras líneas que todo lo figuran intensamente; y sobre el verde oscuro de la selva, la imponencia de los montes, su fuerza y su paz. Como siempre, el artista convive con el científico, haciendo de la pintura una de las mejores expresiones de la armonía entre conocimiento y belleza: “Las montañas de la Macarena no tienen conexión con los Andes. La Macarena pertenece a esa formación que, de Guayana a las montañas alrededor del Orinoco hasta la isla de Gorgona, sigue apareciendo esporádicamente, lo que parece ser comprobable por la existencia de insectos geológicamente antiguos, que no se encuentran en los Andes, o sea que no sobrepasan sus laderas orientales”.
Al día de hoy, cuando impunemente las grandes corporaciones irrumpen en las selvas con el aval de los gobiernos, y la economía de la muerte ha terminado por imponerse, las palabras de Leopoldo Richter adquieren un nuevo alcance: “no se debe ir a la selva en busca de algo…”. Rota la armonía entre conocimiento y belleza, la ciencia se ha convertido en un instrumento irrespetuoso para herir la tierra y empobrecerla. ¿Nos condenarán también hoy por creer que la naturaleza merece no sólo respeto, sino también veneración?
TEXTO: MIGUEL ESTUPIÑÁN
FOTOS: DIEGO GARCÍA