JUAN MARÍA LABOA | Profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas
“Si el Papa consigue que el católico y todo hombre de bien se pregunte con seriedad “dónde está tu hermano”, habrá conseguido más que todos los papas juntos…”
Jesús predicaba, defendía a los pobres y marginados, curaba a los ciegos y resucitaba a los muertos, pero sus allegados insistían: ¿cuándo vas a instaurar el Reino? Su anuncio de la paternidad del Padre y de la urgencia de recrear el hombre nuevo les parecían distracciones baladíes. Lo importante era instaurar el Reino, tan importante como etéreo para ellos.
El papa Francisco señala, palada a palada, las insuficiencias del cristiano de a pie, la mundanización de los clérigos, las prioridades inmediatas e improrrogables de una Iglesia que insiste en la importancia de la comunión en la boca y de que la profesora de Religión esté canónicamente casada, mientras los jóvenes y los maduros desertan en manada. Algunos clérigos y teólogos sesudos indican con sonrisa autosuficiente que la nueva encíclica ha sido escrita en un 89,9999% por su antecesor, pero el taxista de pueblo me dice con ternura: “Yo le entiendo hasta lo que escribe”.
Resulta divertido (escandaloso) el que tantos prohombres eclesiásticos y miembros de movimientos y asociados sonrían desdeñosos ante los gestos y las palabras del Papa: “¡No basta con gestos, necesitamos las grandes decisiones para instaurar el Reino!”, repiten estos audaces defensores del santo súbito. Les convendría recordar la indignación de Cristo en su conversación con los saduceos: “Estáis muy equivocados porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios”.
El Papa se ha convertido en el testigo autorizado,
privado de sus abalorios multicolores,
pero decididamente impulsado por el rechazo de la injusticia
y por su cercanía a cuantos sufren y mueren injustamente.
En Lampedusa, Francisco ha denunciado la globalización de la indiferencia y ha exigido a los gobiernos, a las poblaciones y, de manera especial, a los creyentes una apertura fraterna en nuestros intereses, y decisiones globales, regionales y eclesiales valientes y justas. Sus preguntas han sido radicales e incómodas, no vanas ni rutinarias.
El cantautor Claudio Baglioni, allí presente, ha comentado: “Me ha impresionado su disponibilidad con todos y su simplicidad. Con sus palabras ha conseguido crear un viento de cambio que, por fuerza, marcará las conciencias”.
El Papa se ha convertido en el testigo autorizado, privado de sus abalorios multicolores, pero decididamente impulsado por el rechazo de la injusticia y por su cercanía a cuantos sufren y mueren injustamente (“el celo por tu casa me devora”).
La corrupción no se encuentra solo en los papeles de Bárcenas, sino también en la mistificación de los grandes ideales y de las doctrinas sublimes, relegadas a códigos de comportamiento y a liturgias de autoexaltación. Si el Papa consigue que el católico y todo hombre de bien se pregunte con seriedad “dónde está tu hermano”, habrá conseguido más que todos los papas juntos.
En el nº 2.856 de Vida Nueva.