‘Lumen fidei’: transmisión y efectividad histórica de la fe

encíclica Lumen fidei

encíclica Lumen fidei

GONZALO TEJERINA ARIAS, OSA, Facultad de Teología de la UPSA

Tras las dos partes primeras de la encíclica, dedicadas a la constitución interna de la fe, las dos siguientes abordan su transmisión y su efectividad en el mundo.

Quien ha escuchado la voz del amor de Dios y recibido su luz, no puede retener este don. La encíclica plantea con la mayor nitidez la exigencia del testimonio. Siendo la fe escucha y visión, su transmisión tiene lugar como palabra y luz: la palabra recibida se convierte en confesión e invitación a otros a creer, y la luz de Cristo refulge en el rostro de los cristianos.

Desde la idea clave en todo el documento del conocimiento compartido, se afirma que el hombre se ensancha en el encuentro con los otros y en la fe llega a plenitud el modo comunitario de conocer. El amor de Jesús nos llega mediante testigos, y la fe se da dentro de la comunión eclesial: se puede decir “creo” en cuanto se forma parte de una comunión que refleja la apertura al Dios trino.

La Iglesia transmite la fe mediante la tradición apostólica y los sacramentos. El despertar de la fe pasa por un nuevo sentido sacramental de la vida y la existencia cristiana. La transmisión se realiza primeramente mediante el bautismo, que da al hombre una doctrina que profesar y una forma de vivir y que recuerda que la fe tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios.

La índole sacramental de la fe alcanza su cima en la Eucaristía, el alimento precioso, encuentro con Cristo en el acto supremo de amor del don de sí mismo. La Iglesia transmite, asimismo, su memoria por la profesión de fe: en el Credo, el creyente es invitado a entrar en el misterio que confiesa y a dejarse transformar por él sintiéndose implicado en la verdad profesada.

Quien ha escuchado la voz del amor de Dios
y recibido su luz, no puede retener este don.
La encíclica plantea con la mayor nitidez
la exigencia del testimonio.

Es esencial en la transmisión de la fe el Padrenuestro, con el que el cristiano aprende a compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y a ver con los ojos de Cristo. Y el Decálogo, que a la luz de la fe adquiere su verdad más profunda, que expresan las palabras que lo introducen: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto” (Ex 20, 2).

La unidad de la Iglesia está ligada a la unidad de la fe, porque el amor genera una visión común. La fe es una por la unidad del Dios confesado, por dirigirse al único Cristo y porque es compartida por la Iglesia que forma un solo cuerpo. Siendo una la fe, formando sus artículos una unidad, debe ser confesada en su integridad. La unidad de la fe es la unidad de la Iglesia, y quitar algo a esa fe es quitar algo a la verdad de la comunión. Personas vivas garantizan la conexión con el origen, y así se basa en la fidelidad de los testigos elegidos por el Señor.

El capítulo último aborda efectividad histórica de la fe, que muestra la fortaleza de los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en ellos, construyendo para los hombres una ciudad fiable. También la contribución de la fe a la historia humana se expone desde su definición medular como luz de una verdad amorosa.

Vinculada al amor, la luz de la fe se pone al servicio del derecho y la paz, y permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino en el amor de Dios y, así, contribuye a edificar en la caridad la ciudad de los hombres.

La obra constructora de la fe se describe, con pasos de notable belleza, comenzando por la familia que la fe ilumina y en la cual los cónyuges pueden prometerse amor mutuo para toda la vida y generar la vida. En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia en la que los hijos aprenden a fiarse del amor de sus padres.

La luz de la fe no hace olvidar
los sufrimientos del mundo, no disipa todas las tinieblas,
pero guía los pasos para caminar en la noche.
Al que sufre, Dios no le da una explicación,
sino una presencia que acompaña.

Asimilada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales, enseñando que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro de Dios me ilumina a través del rostro del hermano.

La fe, además, hace respetar más la naturaleza, reconociendo en ella una gramática escrita por Dios y una morada que debemos cuidar, llamando así a modelos de desarrollo que no se basen solo en el provecho. Si desapareciera Dios de la ciudad de los hombres, se debilitaría la confianza entre nosotros para quedar unidos solo por el miedo.

En la hora del dolor y la prueba, la fe ilumina con la presencia clara de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada para ser vivida como la última llamada del Padre. La luz de la fe no hace olvidar los sufrimientos del mundo, no disipa todas las tinieblas, pero guía los pasos para caminar en la noche. Al que sufre, Dios no le da una explicación, sino una presencia que acompaña.

Finalmente, la Madre del Señor es el icono perfecto de la fe. En ella, la fe ha dado el mejor fruto y está, por su unión con Cristo, enteramente asociada a lo que creemos.

En el nº 2.857 de Vida Nueva.

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