SANTIAGO ROMERO TRABAZO, sacerdote de la Archidiócesis de Santiago de Compostela
Cuando Benedicto XVI anunciaba desde Madrid que la próxima JMJ sería en Río de Janeiro, los jóvenes brasileños saltaban de alegría. En el fondo, sentía envidia; ellos podrían volver a disfrutar de unos días privilegiados para cultivar y hacer crecer la fe de una forma más joven con gentes venidas de todo el mundo. Pensaba: Río queda un tanto lejos. Sin embargo, he tenido la suerte de hacerme presente en la ciudad del Cristo Redentor de Corcovado junto con otros jóvenes de las diócesis gallegas, que peregrinamos con la Conferencia Episcopal Española. Nuestro primer destino fue São Paulo, una ciudad inmensa en la que lo majestuoso convive con lo más humilde. Allí llegamos con un cierto temor: a lo desconocido, a la inseguridad…
Pensamos que, a lo largo de la Semana Misionera que precedió a la JMJ, tendríamos que recorrer las calles de la Diócesis de Campo Limpo para anunciar el Evangelio. Y resultó ser al revés: no éramos nosotros los evangelizadores, sino los evangelizados. Los feligreses de las parroquias que nos acogieron supieron transmitirnos su profunda fe e hicieron cuestionarnos la nuestra, tantas veces dormida y acobardada: su entusiasmo y recogimiento en las celebraciones, su vida de oración, su compromiso social para con los más desfavorecidos… Ya solo por la experiencia de Iglesia y comunión de esos días valió la pena ir.
Pero el motivo de la peregrinación iba más allá. Tras una parada en el santuario de Aparecida, llegamos a Río para participar en los días centrales de la JMJ. El arzobispo local acogió en la playa de Copacabana a los jóvenes que inundaríamos la ciudad con nuestros cantos y nuestro deseo de conocer más a Jesucristo. A lo largo de los días, los distintos actos del Festival de la Juventud se sucedieron con las catequesis.
Pensamos que tendríamos que
recorrer las calles para anunciar el Evangelio.
Y resultó ser al revés: no éramos nosotros los evangelizadores,
sino los evangelizados. Los feligreses de las parroquias
que nos acogieron supieron transmitirnos su profunda fe
e hicieron cuestionarnos la nuestra.
Decían los medios que estábamos en los días más fríos desde 1961. De hecho, la lluvia impidió que los actos centrales se desarrollaran en el Campo de la Fe, preparado para la ocasión. El Papa nos decía, a este respecto, que quizás era una señal de Dios para que cayéramos en la cuenta de que nosotros somos el verdadero campo en el que había sido sembrada la fe de la Iglesia.
Con Francisco compartimos el Acto de Bienvenida, el Vía Crucis, la Vigilia de Oración y la Misa de Envío. Siempre supo poner nuestra mirada en Cristo, que sostiene nuestra vida, invitándonos a seguirlo sin miedo y a asumir el reto de vivir entregados a Él y a servirlo en los más necesitados.
Simplemente, reseño un par de anécdotas que revelan a la perfección lo que el Papa ha hecho en Brasil estos días. La primera, la profunda emoción y sorpresa de un taxista al ver las banderas de Israel y Palestina en un mismo mástil. La segunda, la de un joven con una pancarta que decía: “Francisco, soy evangélico. Te quiero. Reza por mí”.
Es el mejor testimonio y el gran anuncio que podemos hacer a la humanidad: desde nuestra vida entregada, hacer que todos los pueblos tengan ansia de conocer a Jesucristo, pues solo Él puede saciar las ansias de amor del corazón humano.
En el nº 2.859 de Vida Nueva