JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“Sigo por Internet la rueda de prensa de clausura de la Comisión Permanente de la CEE, donde preguntan al aún secretario general si hay algo que impida a una mujer ocupar, a partir de noviembre, el cargo que él dejará vacante ese mes…”
Sigo por Internet la rueda de prensa de clausura de la Comisión Permanente de la CEE, donde preguntan al aún secretario general si hay algo que impida a una mujer ocupar, a partir de noviembre, el cargo que él dejará vacante ese mes.
Me distrae un instante un correo electrónico con la noticia del encuentro del Papa con Angélique Namaika, la religiosa congoleña galardonada con el Premio Nansen por su labor en el Centro para la Reintegración y el Desarrollo, en donde “ha ayudado a transformar las vidas de más de 2.000 mujeres y niñas que han sido obligadas a huir de sus hogares y que han sufrido los abusos del Ejército de Resistencia del Señor (LRA) o de otros grupos armados”, según la nota de prensa del ACNUR.
De fondo sigo escuchando al portavoz, que va desgranando su respuesta. Esta, resumiendo, le lleva a decir que en principio no habría problema en que una mujer ocupase dicho cargo, y me parece entender un “otra cosa es la conveniencia”.
Esa frase se queda ahí flotando, como esos mensajes subliminales que aparecen en algunas informaciones, como, por ejemplo, cuando se habla de un caso de corrupción y en un abrir y cerrar de ojos, sin conciencia clara de haberlo visto, aparece impresa la imagen del líder de ese partido, que no está imputado ni nada, pero que, por extensión, ha de ser también un corrupto.
Los mensajes subliminales son mensajes conscientemente destinados al subconsciente, demoledora metralla de efecto retardado y perdurable.
Vuelvo a la grabación y compruebo que sí, que latente como una sospecha, la apostilla sigue allí, desafiante, no sé si a conciencia o por un defecto que la Iglesia arrastra desde hace siglos, lo cual, por otro lado, ha hecho concienzudamente. Otros medios han detectado el afloramiento de la posible inconveniencia y dan cuenta en sus crónicas.
Si mujeres como Angélique Namaika, con el tesón y el amor de cualquier madre, son capaces de devolver la dignidad a tantas mujeres y niñas psicológicamente destrozadas, no me imagino qué inconveniente habría en que una de ellas hiciese lo propio en un organismo colegial que, igualmente, también ha perdido su identidad en los últimos años.
En el nº 2.866 de Vida Nueva.
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