GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“El Año Sacerdotal, promovido por Benedicto XVI de junio de 2009 a junio de 2010, volvió a proponer a toda la comunidad eclesial la figura del sacerdote en su autenticidad…”.
“Altavoces de Cristo, no solo con las palabras, sino también con los hechos”. Don Raimondo Viale, el protagonista de Il prete giusto (El cura justo), el libro-testimonio publicado por el escritor de Cuneo (Piamonte), Nuto Revelli, en 1998, definía así, con su lenguaje sencillo, al sacerdote. Su vida como personaje histórico, aún más que literario, durante el fascismo y la Segunda Guerra Mundial conquistó incluso a un escritor no practicante.
La imagen del “altavoz”, aparentemente moderna, es en realidad la transcripción actualizada de la palabra “profeta”, que, en su matriz griega, significa “aquel que habla (phemí) en nombre de (pro) Dios”, convirtiéndose así en su portavoz: no solo con las palabras, sino también dispuesto a arriesgar la vida por el mensaje proclamado.
El Año Sacerdotal, promovido por Benedicto XVI de junio de 2009 a junio de 2010, volvió a proponer a toda la comunidad eclesial la figura del sacerdote en su autenticidad. Aun siendo conscientes de su humanidad, que conlleva fragilidad, debilidad e, incluso, infidelidad, constituye una presencia necesaria precisamente porque es como una llamada permanente al Otro y al Más Allá, frente a lo descontado, a lo cotidiano, al interés particular y concreto. Si la figura del sacerdote es capaz de conservar esta capacidad de dar y de hacer en nombre de Cristo, entonces no debe preocupar el hecho de que pueda ser criticado y hasta marginado.
“¿Dónde está escrito que el cura deba hacerse querer? Jesús no fue capaz y no le importó”. Eso escribía un sacerdote que no quiso “hacerse querer” a toda costa, don Lorenzo Milani, en su obra Esperienze pastorali (Experiencias pastorales) de 1958. La frase, es cierto, resulta paradójica, pero contiene un alma profunda de verdad. Cristo mismo fue definido como “una señal contradictoria” y no dudaba en declarar que había venido para llevar una espada y la división. Su palabra, de hecho, no admitía el compromiso y penetraba en las conciencias separando el bien y el mal, la verdad y la mentira, el amor y el egoísmo. Por eso, en torno a Él se creó una gélida cortina de sospechas y de hostilidades.
Otro escritor católico, el francés Georges Bernanos, en su ensayo La grande peur des bien-pensants (El gran miedo de los bien pensantes), observaba que “uno de los principales responsables, tal vez el único responsable, del abatimiento de las almas es el sacerdote mediocre”. Si esto supone una acusación al cura cuando no es “transparente” frente a la luz de la Palabra y del testimonio de Cristo, lo es también para el cristiano que se disuelve en la sociedad en la que entra, destiñéndose y acomodándose.
Dicho todo esto con fuerza, no es necesario, sin embargo, olvidar que Jesús amaba y era amado por sus discípulos, por las mujeres que lo acompañaban, por las masas que lo seguían. Él conocía la amistad y se comportaba con dulzura y misericordia con los últimos y con los pobres. “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt, 11, 28-30).
Y es esto lo que también hoy los curas reciben en afecto y cercanía, rodeados de masas que no tienen a nadie a quien dirigirse y que permiten al sacerdote entender de forma completa la verdad de otra frase de Cristo, citada por san Pablo: “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hch, 20, 35).
En el nº 2.868 de Vida Nueva.