La esperanza viene de lejos

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de SevillaCARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“Al llegar el nuevo Papa se hablaba reiteradamente, y con más que sobradas razones, de la esperanza. La Iglesia no ha perdido nunca la esperanza; otra cosa distinta es que el hombre se haya distanciado de Dios y no acepte el Evangelio de Jesucristo…”

Tampoco hay que exagerar. Así lo dice san Pablo: “Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados” (2 Cor. 4, 8-9). Después ofrecerá el apóstol las razones de lo que significa estar identificados con Cristo.

En el entorno de la renuncia al ministerio petrino de Benedicto XVI, se revolvieron, con motivos injustificados, muchas aguas de recelos y desconfianzas. Al llegar el nuevo Papa se hablaba reiteradamente, y con más que sobradas razones, de la esperanza. Sin querer adentrarse en las intenciones íntimas y personales que para ello se pudieran tener, en ese anuncio de un tiempo nuevo de esperanza se apreciaba cierto sabor crítico sobre etapas eclesiales anteriores.

La esperanza viene de lejos. Nada menos que de la voluntad salvadora de Dios para la humanidad. Nuestra esperanza radica fundamentalmente en la promesa de que el Verbo de Dios se hará hombre. Y lo que Dios ha dicho se cumplirá. La revelación, la tradición de la Iglesia, el magisterio de los papas y de los obispos reafirman y animan a la esperanza.

La Iglesia no ha perdido nunca la esperanza; otra cosa distinta es que el hombre se haya distanciado de Dios y no acepte el Evangelio de Jesucristo. Puede haber momentos –y tantos ejemplos de ello nos podemos encontrar a lo largo de la Sagrada Escritura– en los que la apariencia intenta robar la realidad del misterio. Los apóstoles quedaron entristecidos por la ausencia de Cristo después de su ascensión al cielo. Pero se cumplirá la promesa y llegará el Espíritu y se recobrará el entusiasmo evangelizador.

No conviene jugar con la esperanza como si se tratara de un estado de ánimo subjetivo que va y viene, según las circunstancias lo exijan. Esperamos una tierra nueva y un cielo nuevo. Pero el reino de Dios ha comenzado y en él vivimos, nos movemos y existimos. Una esperanza, por tanto, muy activa. Pues ese aguardar la definitiva llegada de Jesucristo al final de los tiempos no solo no es motivo de estancamiento e inoperancia, sino encendido estímulo para hacer el bien y buscar, por los caminos del Evangelio, la salvación anunciada.

Dios es el único que garantiza y ofrece la esperanza. Apóstoles y pastores serán testigos y maestros de la esperanza. Y la Iglesia vivirá constantemente con esta luz encendida. Habrá momentos de vendaval, donde parece que se apaga la llama, pero las manos de Dios son como una tulipa protectora que sabe resguardar muy bien el fuego que por el bautismo se ha encendido en el corazón del cristiano.

En ningún momento la Iglesia ha perdido la esperanza. Ha tenido que pasar por momentos de tribulación y por “sombras de muerte”, pero no eran más que oscuridades de una noche en la que no había la menor duda de que llegaría el amanecer y resplandecería la luz.

En el nº 2.868 de Vida Nueva

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