CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“El silencio antecede a la Palabra y es como una invitación a estar atentos a lo que Dios quiere decir a cada uno…”
El mes de noviembre viene siempre teñido de seriedad. Para unos, los cristianos, la apoteosis de la fidelidad, poniendo como ejemplo la santidad y el anuncio de una vida inacabable y gloriosa. Para los que no creen, el recuerdo de aquellos que desaparecieron ya para siempre.
La muerte habla con un silencio muy expresivo, que no necesita palabras. Aunque pueda parecer un poco frívolo, en medio de esta reflexión, en alguna forma puede ayudarnos la filosofía de una coplilla andaluza: “Tu madre no dice ná; es de las que habla con la boquita cerrá”.
Es que hay muchas formas de hablar. Quizás, la del silencio sea la más importante. La que hace callar la propia voz para que solamente se oiga la Palabra. El silencio antecede a la Palabra y es como una invitación a estar atentos a lo que Dios quiere decir a cada uno.
El silencio tiene que ir unido a la verdad y a la sinceridad. Es una actitud positiva, que no se reduce simplemente al callar, sino a expresar la profundidad de la creencia, de la vida en el presente y de la esperanza futura. Es un espacio privilegiado para reencontrarse con uno mismo y sentir la necesidad de hablar con Dios.
Como disposición ascética, el silencio ayuda a meterse en la intimidad de la propia conciencia y a hacer examen y revisión de lo que se tiene y, también, de lo que se ha olvidado, de la fidelidad a lo que se ha prometido e, igualmente, de las cuentas y deudas pendientes con Dios.
Como Dios habla quedo –así dice santa Teresa–, hay que quitarle griterío, alboroto y confusión a la vida, y estar atentos para escuchar, en lo sencillo, el susurro en el que se descubre la voz de aquel que llegó “en el silencio de la noche”.
Con nadie tengáis otra deuda que no sea la del amor, pues –seguimos en la senda carmelitana con san Juan de la Cruz–, “en el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”. Muerte, final y un silencio que se rompe para dar paso al amor: venid, benditos de mi Padre, habéis puesto amor y estáis recibiendo al Amor.
La deuda del amor a Dios, con el amor al prójimo se paga. Pues lo que se hiciera con los pequeños y desvalidos es la única moneda que circula en el reino de Dios. San Vicente de Paúl decía que la caridad no hace ruido. Es silenciosa.
En el silencio de la noche se hizo de pronto una gran claridad, apareció Cristo, el Sol que nace de lo alto, la Luz y la Palabra. Pasó haciendo el bien. Al final, crucificado y muerto. Y el santo ocultamiento, el silencio, para manifestarse resucitado y vivo.
Es tiempo para el silencio, pues son muchas voces las que aturden. Con el silencio viene el discernimiento y saber dar acertadas respuestas para una vida con auténtica fidelidad, la del amor de Dios, que no consentirá que sus hijos desaparezcan para siempre.
En el nº 2.869 de Vida Nueva