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Título: La naturaleza de las lágrimas
Autor: Peter Carey
Editorial: Alfaguara, 2012
Ciudad: Madrid
Páginas: 304
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ÁLVARO MENÉNDEZ BARTOLOMÉ | Aunque el escritor Peter Carey (Victoria, 1943) fijó su residencia en Manhattan hace ya mucho tiempo (a principios de los años 90 del pasado siglo), alejándose así de su tierra natal, Australia, que él define como aquellos “gigantescos espacios vacíos que dan miedo”, estamos ante el escritor australiano más importante de estos últimos treinta años, tras el Nobel Patrick White.
Y no es para menos: con Óscar y Lucinda, obtuvo el Booker Prize de 1998, para después repetir la hazaña con La verdadera historia de la banda de Kelly (Booker Prize en 2001). Doblete que solo había conseguido el Nobel J. M. Coetzee, hasta que el pasado año 2012 la británica Hilary Mantel igualara la marca.
¿Representar la realidad?
El entramado de la novela supone un ejercicio de adecuación psicológica notable, dado que en un particular paralelo narrativo entrelaza dos historias que, sin embargo, discurren en épocas diferentes.
El tiempo aquí no es solo una sucesión cronológica de instantes (kronos), sino también esa otra dimensión temporal del eterno estar (aion) o, al menos, del deseo del eterno estar tal y como se puede presentar al querer humano.
Catherine, una experta restauradora de relojes en el ficticio Museo Swinburne de Londres, lee en el tiempo presente –su tiempo– los cuadernos de un rico caballero inglés de mediados del siglo XIX, Henry Brandling. En esos cuadernos, escritos a modo de confesión personal, Catherine encuentra prodigiosos detalles acerca de la impresionante maquinaria que ahora ha de restaurar y que es fruto de los desvelos en el pasado de Brandling, un enamorado de los autómatas.
Catherine, que acaba de perder a su amante, se topa con la historia de un rico magnate cuya pasión es un hijo enfermo, moribundo, para quien el obsequio de la maravilla mecánica es todo un plan de vida que roza la redención. Y al descubrir el duelo de la inminente pérdida del hijo por parte de Brandling, Catherine descubre que el tiempo no es el tiempo, que el tiempo cambia.
Uno se abstrae y siente lo mismo en otras épocas no vividas, de modo que la representación de la realidad cambia ante nuestros ojos, no por falsa, sino porque se ensancha, y eso supone esfuerzo: “Usted –leemos en la novela– se encuentra en el mismo estado que una mosca a la que le han cambiado el ojo microscópico por uno semejante al de los hombres. Es absolutamente incapaz de asociar lo que ve con lo que la vida le ha enseñado”.
Una salida al prosaísmo
Dicen que aquellas lágrimas que producimos como fruto de las emociones poseen una composición distinta a la de las lágrimas necesarias para la cotidiana lubricación de los ojos. Las lágrimas de las emociones van cargadas principalmente de tres hormonas: una relacionada con la gratificación sexual, una segunda hormona encargada de reducir la tensión y una tercera, la leucina encefalina, posee la virtud de ser un poderoso calmante natural.
Si la novela de Carey propusiera algún tipo de reto, este no sería otro que el contenido en la pregunta: ¿seremos capaces de ver lo que juzgamos imposible? El particularismo egoísta impide ampliar el horizonte, impide la empatía y la asertividad, término tan de moda. Esa es la adecuación pedagógica, el pulso vital al que acuden los personajes protagonistas, interlocutores pese a la separación de los siglos. Cuando se olvidan las “razones líricas”, como decía Ortega, se hunde uno en el prosaísmo.
Catherine, en sus orgías de alcoholes y soledad, es la muestra del más patético prosaísmo. No hay preguntas, no hay cuestionamiento fecundo (sí ese cuestionamiento pesimista propio de la soledad, esa muerte). Pero son las lágrimas las que cambian su razonamiento. Toda la novela es un mecanismo de relojería –quizás uno de los mejores logros de la obra– donde encajar el aprendizaje que supone saberse creador de proyectos, de interés por lo otro y por los otros, supone la mejor salida a la limitación del mero prosaísmo (no querer saber, no proyectar nada, no ambicionar algo que valga la pena).
Y vuelta a la pregunta: ¿seré yo capaz de ver lo que juzgo imposible? La lectura de Carey, personalmente, nunca me ha parecido fácil. No es un autor de ‘leer del tirón’, al menos para mí, pero el esfuerzo merece la pena: hay que cambiar de registro casi cada capítulo, un siglo y medio atrás, un siglo y medio adelante; ahora la expresión femenina del sentir, y ahora el entumecimiento mental de un caballero inglés en el extranjero, en el corazón de Europa. A día de hoy, estos ‘ejercicios’ bien merecen el tiempo dedicado a hacernos creer y ver más allá de nuestras entendederas.
En el nº 2.873 de Vida Nueva.