FERNANDO ÁLVAREZ DE MIRANDA | Exembajador de España en El Salvador
“Tal vez haya habido en el pasado siglo algún pastor de la Iglesia asesinado mientras oficiaba la Santa Misa. No lo sé, lo ignoro. Si fuera así, también creo que debería tener su debido reconocimiento…”.
Santo Padre:
Me dirijo humildemente a Su Santidad con la esperanza de que atienda una súplica que no es solo mía, sino de mucha gente que lleva años luchando por ella. Y, por ser una causa noble y justa, me es muy fácil proponerla y, al ser tan buena la causa, apenas necesitaría mi defensa, pero sí mi insistencia en recordar el olvido y poner voz al silencio.
Se trata de dar a la figura y a la memoria de monseñor Óscar Romero el tratamiento que Su Santidad considere que merezca. Se trata, sí, de monseñor Romero.
Pero, primero, si me permite Su Santidad, quisiera informarle de que, a finales de los años 80, tuve el honor de representar como embajador de España a mi país en El Salvador. Fue una época durísima en medio de una guerra civil que se llevó por delante la precaria convivencia entre salvadoreños y que tuvo como dramático final el asesinato de los padres jesuitas de la UCA.
Había mantenido con todos ellos una relación de amistad entrañable, en la que no faltaron intensos debates políticos y distintos puntos de vista sobre la realidad del país. Era muy difícil, viendo las condiciones de desigualdad e injusticia que se vivían en El Salvador, ser indiferentes. Los padres jesuitas, evidentemente, no lo fueron.
Pero sería injusto juzgarles como sacerdotes politizados, porque, por encima de su discurso, o impregnando su discurso, estaba la Palabra de Dios, estaba el mensaje que querían transmitir a un pueblo doliente. Si se equivocaban, o no, Dios lo sabrá.
El brillantísimo grupo de sacerdotes jesuitas
integrados en la UCA de El Salvador
no surgió de la nada, ni de repente.
Ellos representaban la llama viva de monseñor Romero.
Esa palabra que el pueblo salvadoreño no ha olvidado.
Pero su muerte, su martirio, el sacrificio de una vida entregada a la comunidad a la que servían con tanta humildad les exime, les concede un grado y les coloca muy por encima de otros seres humanos que transitan por esta vida hacia la santidad.
Este brillantísimo grupo de sacerdotes jesuitas integrados en la UCA de El Salvador no surgió de la nada, ni de repente. Ellos representaban la llama viva de monseñor Romero, llevaban su antorcha, predicaban su palabra. Esa palabra que el pueblo salvadoreño no ha olvidado. Esas sus últimas palabras pidiendo, rogando, exigiendo que cesase la violencia. ¡Y qué últimas palabras teñidas de sangre, derramando sangre!
Tal vez haya habido en el pasado siglo algún pastor de la Iglesia asesinado mientras oficiaba la Santa Misa. No lo sé, lo ignoro. Si fuera así, también creo que debería tener su debido reconocimiento.
Sin embargo, en el caso de monseñor Romero, su martirio tiene la particularidad de que va acompañado de una exhortación a la paz, de una exigencia de paz. Es más, se produce como consecuencia de esta llamada a la paz, a lo más profundo de la conciencia.
Perdone Su Santidad mi atrevimiento al plantearle y solicitarle que atienda esta súplica para impulsar el caso. Pero creo que no puedo, ni quiero, dejar de alzar mi voz a favor de monseñor Romero para que la historia y la Iglesia le concedan el papel que creo le pertenece.
No quisiera terminar esta carta sin subrayar el profundo respeto y admiración que la figura de Su Santidad me merece, como a otros tantos católicos entusiasmados con su humildad, su sencillez y su franqueza.
Expectante ante sus decisiones, quedo atento ante los posibles cambios que puedan producirse y que redunden en beneficio de la comunidad cristiana y de este pobre pecador.
En el nº 2.876 de Vida Nueva. Sumario del número especial