FRANCISCO M. CARRISCONDO ESQUIVEL | Profesor de la Universidad de Málaga
“La coincidencia más importante es cómo ambos se convierten en ejemplos para reconocer el poder de la palabra como estímulo vital…”.
Hay conexiones a lo largo de la historia que nos permiten comprobar que no es el mundo actual muy distinto al de hace mil años, por poner una cifra tremenda. Los considerados como héroes por el pueblo no tardan en ser apodados con múltiples epítetos.
La fidelidad a un ideal, en el caso del personaje hispano, y la difícil tarea de practicar el buen gobierno a través del perdón y la conciliación, en el caso del sudafricano, han llevado a que uno y otro sean llamados de muchas maneras: a Rodrigo Díaz de Vivar se le conocía como Cid (señor) y Campeador o Campidoctor (luchador, batallador); y al recientemente fallecido Nelson Mandela como Rolihlala (rebelde, alborotador), Tata (padre), Khulu (grande, magnífico), Dalibhunga (moderador) y, el nombre más conocido, Madiba, hipocorístico cariñoso.
Pueden percibirse ciertas intersecciones semánticas en las denominaciones. Sin embargo, la coincidencia más importante es cómo ambos se convierten en ejemplos para reconocer el poder de la palabra como estímulo vital, aun en las condiciones más adversas. Las hazañas del héroe castellano le valieron su recuerdo en el más importante poema épico: el Cantar de mio Cid. A la inversa, el ya conocido poema Invictus de William E. Henley sirvió al Nobel de la Paz, como se sabe, de acicate para sobrevivir al largo presidio al que fue sometido.
Frente a las cantilenas insulsas, las palabras que permanecen para ser recordadas, como el oxígeno que permite la vida, son las que llegan a marcar el destino de cualquier hombre grande.
En el nº 2.879 de Vida Nueva.