Tribuna

Vivir a tiempo

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Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de DeustoFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“Cristo vivo en la tierra, hombre completo y Dios Hijo, ofrece una espléndida promesa al ser humano….”.

La conmemoración es la toma de conciencia del tiempo. Las fechas elegidas se descifran, dejan el recuento de los días idénticos, vacíos, insignificantes, presas fáciles del azar, materia de olvido. Al celebrar un hecho del pasado, lo revivimos. Esa es la condición del tiempo de los hombres, que no reitera, que no se limita a la fidelidad tenaz e inconsciente de los ritmos y estaciones de la naturaleza, sino que devuelve a los actos fundacionales una vida constante, un sentido permanentemente restaurado.

El tiempo del hombre es tradición libre, reencuentro voluntario, acervo de experiencias que trascienden la breve duración del individuo en la tierra, pero que solo a través del individuo puede cobrar forma en este mundo. Cada hombre es sagrado porque su existencia encarna el tiempo de todos los hombres. El milagro de una vida humana es poseer una razón en sí misma mientras participa completa y conscientemente del significado entero de la humanidad.

Todo ello puede afirmarse precisamente en el momento de una conmemoración radical, indispensable, aquella sin la que lo dicho hasta ahora carecería de sentido para nosotros.

Hemos celebrado un año más la Navidad. Nos hemos inclinado fervorosamente ante el nacimiento de Jesús. Hemos recostado nuestra conciencia y apoyado nuestra fe en un hecho fundamental que trastornó no solo la historia del mundo, sino también la experiencia religiosa de la civilización. El cristianismo depositó la historia en las manos del hombre. De un hombre nuevo, forjado en el ejercicio de su libertad, desafiado por sus infinitas posibilidades, responsable de sus actos ante su conciencia, ante sus semejantes y ante Dios.ilustración de Jaime Diz para el artículo de Fernando García de Cortázar 2879

Para muchas personas, el cristianismo no es una fe en la inmortalidad, sino la seguridad de la permanencia de unos valores en esta tierra. Y también ellas han celebrado la Navidad sabiendo que quien nació hace dos mil años venía a proclamar el final de una historia desdichada e inhumana y a establecer nuestra condición íntegra y digna.

Jesús habló contra un mundo receloso y egoísta y donde cualquier atisbo de compasión y fraternidad habían de cancelarse ante las exigencias de la barbarie y del poder presuntuosamente hincado en la superioridad de algunos. Habló frente a quienes creían que solo unos cuantos eran merecedores de ser un pueblo escogido. Habló frente a quienes habían perdido toda esperanza de redención y creían que la existencia solo era un extraño cauce por donde corría el fluido de nuestra sangre inútil.

Cristo vivo en la tierra, hombre completo y Dios Hijo, ofrece una espléndida promesa al ser humano. Nuestra vida no fue, desde entonces, mera reiteración de circunstancias, sucesión impasible de acontecimientos, acopio informe de unos años ciegos. Ya no tuvo que cerrarse en su simple realización, en la falsa plenitud de un organismo mortal, en la absurda avidez de un ser destinado a la aniquilación.

Solo como Hijo del Hombre, Cristo pudo asumir el pecado del mundo y expiarlo en su atroz agonía. Solo como criaturas de Dios, solo como resultado de la vida y la muerte ejemplares de Jesús, cada hombre adquirió conciencia de su universalidad, afirmación de su trascendencia y libertad para vivirlas. Por Jesús, la determinación de la naturaleza se convierte en la libertad del espíritu. Por Jesús, la soledad se desvanece en el amor a todos los hombres. Por Jesús, nuestra existencia absurda pasa a ser vida esperanzada.

Todo ocurrió en un momento preciso de la historia. Fue un hecho que acabamos de conmemorar, que revive en nosotros y gracias al cual nosotros revivimos. Una escritora tan notable como olvidada, Colette, escribió que no siempre estaba a la altura de su insomnio, que no siempre estaba preparada para la lucidez extraña de una noche en vela.

Que estas fiestas cargadas de emoción fundacional, que han celebrado la llegada de aquel cuyo nacimiento iba a cambiar la luz y la sombra del mundo, nos ayuden a estar a la altura de esta conciencia insomne que los cristianos llamamos nuestra fe, mientras el futuro nos espera, preparado ya para nuestra irrupción en la nueva vida.

En el nº 2.879 de Vida Nueva.