PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
“En la vida hay una etapa en la que se sube, pero luego, inevitablemente, hay otra en que se baja. Cuando empezamos a bajar, es cuando estamos preparados para comenzar un verdadero camino espiritual…”.
De un modo u otro, antes o después, todos nos vemos confrontados con la experiencia del vacío. No se puede ser persona sin pasar por ahí. Lo extraño es que tardemos tanto en darnos cuenta.
Cualquier decisión que tomamos, por ejemplo –y no es posible vivir sin tomar decisiones–, nos confronta con el vacío de lo que se deja atrás al elegir. Lo que cuesta de elegir es el vértigo por la pérdida. Pero toda vida humana es un camino inexorable hacia el vacío, y ello hasta ese gran vacío, que es la muerte, que nos obliga a dejarlo todo sin excepción: las relaciones, el cuerpo, el nombre, el gran amor…
Claro que el vacío de la muerte no sobreviene sin la preparación de los vacíos de la vida: el del matrimonio (hay que vaciarse de uno mismo para dejar entrar al otro), el de la familia (los hijos suponen uno de los máximos olvidos de sí), el de la jubilación, el de la enfermedad y el envejecimiento… Todo esto supone renuncias, pérdidas, vacíos progresivamente mayores. Si no dejamos cosas atrás, no podemos avanzar.
Dios nos va conduciendo amorosamente en este vaciamiento. En la vida hay una etapa en la que se sube, pero luego, inevitablemente, hay otra en que se baja. Cuando empezamos a bajar, es cuando estamos preparados para comenzar un verdadero camino espiritual. De ahí que no coincida el descubrimiento de la vocación con el de la conversión personal.
En la oración contemplativa condensamos simbólicamente esta experiencia de vacío. Ahí nos vaciamos de todo en la esperanza de ser llenados por Dios. No hay contemplación sin experiencia de vaciamiento.
En el nº 2.881 de Vida Nueva.