Elegía para una vergüenza cercana, fría y lacerante

la Guardia Civil rescata el cadáver de un subsahariano en la playa del Tarajal en Ceuta febrero

la Guardia Civil rescata el cadáver de un subsahariano en la playa del Tarajal en Ceuta febrero

JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | Esta crónica semanal se vuelve hoy un réquiem al que cada lector podría ponerle la música apropiada. Esto es solo la letra ante una tragedia cada vez más frecuente, como hicieron los argentinos Félix Luna y Ariel Ramírez, cuando supieron que Alfonsina Storni se adentró en el amor, buscando la muerte, allá en Mar del Plata. Es un réquiem, una oda, una elegía a quienes mueren tocando con sus dedos las costuras hilvanadas de la vieja Europa, escenario hoy de vergüenza.

Ya vemos lo que pasa en Ceuta, tan cerca, tan cañí, tan española ella. Lo han contado las noticias estos días. Nueve, diez, once… quince… muertos, tragados por el mar, mientras buscan la libertad. Y lo que quede. Son las nuevas figuras como Tea-Bag, la protagonista de la novela de Henning Mankell.

Porque todo se va olvidando en la rápida y espasmódica información líquida, enredada en las redes de Internet, pero sus cadáveres están ahí. “Por la blanda arena que lame el mar / su pequeña huella no vuelve más”. Más vale echar mano de la literatura, para frenar, a veces, las palabras propias.

Es la vergüenza de un país como España, al que aún le queda el sabor del exilio laboral, el de antes, en la década de los años 60 del siglo pasado; pero también el de ahora, joven nervio, camino de un nuevo suelo para soñar.

Es la vergüenza de un país como España,
al que aún le queda el sabor del exilio laboral,
el de antes, en la década de los años 60 del siglo pasado;
pero también el de ahora, joven nervio,
camino de un nuevo suelo para soñar.

Pero, al fin y al cabo, son despojos de una nave a la deriva, como aquel Totenschiff. El barco de la muerte, de Bruno Traven, con gentes en busca de residencia legal, que no pueden acreditar su identidad y son detenidos y deportados; y cuando encuentran trabajo, se convierten en esclavos. Una vieja historia que ya El Bosco pintó en su Nef des fous (La Nave de los locos). Prefiero la literatura, bálsamo y palabras prestadas, porque las propias pueden dejar escapar algo impropio en este réquiem sin música, sin acordes, sin melodía.

¡Porque la música que he oído estos días en boca de gentes de bien, cultas, acostumbradas a decir solo lo políticamente correcto, muy cristianas y “muy de los nuestros”…! Les oí decir: “Que se queden en su país, no nos hacen falta; que se vayan, bastantes estamos ya, que algo habrán hecho, delincuentes…es lo que son”. Y no lo decía uno solo, sino nueve, diez, once… quince, y sé que muchos más, como los cadáveres que buscan en Ceuta.

No es la música evangélica, acogedora y samaritana que dicen profesar con los labios, pero con el corazón bien lejos. Vergogna es una buena palabra para definir esto, la misma usada por el papa Francisco en Lampedusa.

Y la Iglesia institucional esta vez está dando el callo, trabaja y lucha para frenar esta vergüenza, pero en algunas bases… Como un cura con ejercicio pastoral aún, sin que lo hayan retirado, que ha dicho las barbaridades más grandes oídas contra los inmigrantes que cruzan el Estrecho. Oyéndolo en televisión, uno creía estar en el Putsch de la Cervecería (Munich, 1923).

director.vidanueva@ppc-editorial.com

En el nº 2.883 de Vida Nueva.

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