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Título: Inutilidad
Autor: William Gerhardie
Editorial: Siruela, 2006
Ciudad: Madrid
Páginas: 216
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ÁLVARO MENÉNDEZ BARTOLOMÉ | El autor anglo-ruso William Gerhardie (1895-1977) fue aclamado por escritores como Graham Greene, Evelyn Waugh y Edith Wharton, a quien corresponde el breve pero interesante prólogo de la edición que comentamos. Ellos y muchos otros le consideraron, quizás exagerando, un genio ya desde su primera novela, Inutilidad (1922).
Novela que, hasta la fecha, es la única de este autor que ha sido traducida a nuestra lengua; lo cual encaja con el hecho de que, incluso en el mundo anglosajón, aún se afirme que Gerhardie es uno de los maestros de la novela del siglo XX más infravalorados.
Pudiera parecer también que la sombra sobre Gerhardie se deba a que el nacimiento de su obra tenga origen en aquel mismo año en el que fueron publicadas obras de referencia inexcusable: Ulises y La tierra baldía, pero Inutilidad, lejos de pasar desapercibida, fue recibida con elogios por sus contemporáneos, especialmente por Arnold Bennet, Katherine Mansfield y Herbert George Wells (por cierto, Bennet es otro de esos olvidados al que habría que leer: fue admirado por Wells, Conrad e incluido por Borges en el ‘canon’ de su Biblioteca personal). Gerhardie, sea como fuere, tuvo un éxito fulminante con esta obra.
¿Otra novela sobre Rusia?
Hay escepticismos que, como dice Gerhardie, son fruto de un estado de excesiva felicidad. El escepticismo, no pirrónico desde luego, no en este caso, es aquí el de la clase burguesa rusa a principios del siglo XX. Tal vez esto case, además, con el deprimente escenario que recrea la presente novela, cuya riqueza estriba en saber mostrar la ineludible y cada vez más profunda oscuridad burguesa, desesperanzada y al borde de su propio fracaso social en aquel ambiente prerrevolucionario de unos años en los que Rusia iba a dejar de ser lo que era. Se trata del escepticismo propio de aquel que se resiste a aceptar realidades.
En este ambiente es en el que, a posteriori, descubrimos la brillantez de las dos frases iniciales del relato: “Y de pronto me di cuenta de que la única cosa que podía hacer era convertir todo aquello en un libro. Es lo que habitualmente hacemos con la vida”.
El narrador de la novela, llamado Andrei Andréiech, es un inglés nacido en Rusia antes de la Revolución, quien conoce a tres encantadoras hermanas rusas (con guiños aquí a la obra teatral Las tres hermanas de Chéjov), de una de las cuales, Nina, caerá enamorado, para después sufrir olvido y desdén. He aquí el motivo de la escritura: saber contar una vida queriendo que no parezca un libro.
El héroe de la novela escribe sobre su vida, y nos escribe desde aquel lugar que solo él habita: el tiempo –pasado–, desde el cual se contempla otro pasado de hechos consumados. Pero esta escritura no quiere que sea libro, literatura, sino vida real escrita. La idea central no es, pues, ni Rusia ni la burguesía, ni la Revolución Rusa vista por un alumno de Oxford. La idea es la de la literatura en relación con la vida.
El fino paralelismo entre la vida del personaje Andréiech y la del autor es llamativo. Tanto es así que, a modo de encabezado, Gerhardie advierte: “El yo de este libro no soy yo”. Pero esto es lo que le da un punto de riqueza que es, precisamente, el que la hace destacar.
Tanto el autor como el personaje viven ese doble origen cultural, el británico y el ruso. “Esta es, a mi juicio, la cualidad más llamativa del libro del señor Gerhardie –afirma Edith Wharton–: que cuenta con la suficiente ‘objetividad’, propia de los verdaderos novelistas, como para escribir sobre dos razas, tan diametralmente distintas entre sí, a las que pertenece casi por igual, por nacimiento y educación –la inglesa y la rusa− y simpatizar con ambas, y retratarlas para nosotros tal y como se ven la una a la otra, iluminadas y animadas por el juego de sus reacciones mutuas”.
La tragedia de la vida
Siendo la obra una muestra del alma rusa desde la perspectiva de un inglés, yendo a términos más universales, estamos ante la presentación de la tragedia de la vida, que se muestra con pocos tintes ejemplarizantes (no por inmoral), es decir, deja de lado todo intento por moralizar y se abre a la cuestión de la farsa y de lo irónico, para pasar a la contemplación de la vida bajo la pregunta de su sentido: la vida “parece tan innecesaria, tan inútil, incluso tan tonta. Y, sin embargo, no puedo creer que todo sea en vano.
En algún lugar debe de haber algún patrón más amplio en el cual todas estas cosas inútiles, estas caprichosas incongruencias, se reconcilien de algún modo. Pero ¿lo sabremos?, ¿conoceremos alguna vez la razón?”.
En el nº 2.883 de Vida Nueva.