CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“En cada momento, el Señor pone al frente de la Iglesia aquel papa que la Iglesia necesita. El protagonista, como ha repetido Francisco, no es el papa, sino Jesucristo…”
¿Contra quién van estos aplausos? Al papa Francisco, y con todos los merecimientos, porque, casi a punto de cumplirse el primer año de su ministerio papal, ha conquistado la mente y el corazón de millones de personas de todo el mundo. Y lo ha hecho desde la fidelidad al Evangelio, la defensa de la justicia y de la paz, la denuncia de situaciones que claman al cielo. Y llevando siempre consigo la misericordia y la ternura, la invitación a la caridad fraterna y la armonía entre la humanidad y la creación entera.
Así que no es nada de extrañar que los medios de comunicación lo reciban en sus portadas y hasta lo consideren como el hombre del año. Una de las últimas publicaciones que así lo ha hecho ha sido la revista Rolling Stone, pero de una manera burda y tendenciosa, aprovechando la ocasión para poner en solfa la historia inmediata de la Iglesia y dedicar no precisamente elogios y flores a los últimos papas.
Tomar como pie las bondades de uno para denigrar al otro no deja de ser una infamia y, por qué no decirlo, un comportamiento infantiloide. Se trata de comparaciones ridículas e interesadas. Este Papa sí que es inteligente, progresista, abierto, dialogante, comprensivo y todo lo demás. Y no aquel ni el otro. Esto sí que es Iglesia y no la de…
Se pervierte esa supuesta admiración por el papa Francisco con la difamación y la injusticia a la hora de valorar todo lo que ha supuesto el extraordinario magisterio de Benedicto XVI y el de haber realizado unas acciones que figurarán para siempre entre las mejores páginas de los anales de la Iglesia católica. Baste recordar sus viajes al Reino Unido, Turquía o Israel y Palestina, y todo lo que han supuesto de acercamiento ecuménico y de firmes apoyos para el diálogo interreligioso.
Benedicto XVI no eludió el enfrentarse con los graves problemas que acuciaban a la Iglesia. Lo hizo con sabiduría y prudencia, pero también con firmeza. Se entrevistó con las víctimas de los abusos y estableció unas normas en las que resplandecían la justicia y el derecho, ordenando que todo se dispusiera para que no volvieran a repetirse esas situaciones escandalosas.
Con su renuncia al papado, no solamente no se terminaba un tiempo espléndido para la vida de la Iglesia, sino que, con la ejemplaridad de su humildad y de su discernimiento, demostraba una sabiduría y una forma de actuar que continúa ofreciendo un criterio para esa hermenéutica de la continuidad en la verdad y en la fidelidad.
Tenemos que aplaudir, mucho y por incontables razones, al papa Francisco. Pero su ministerio y su ejecutoria pastoral, si ha de salir en portadas y primeras páginas, que no sea para denigrar algo tan importante en la vida de la Iglesia como es la sucesión apostólica.
En cada momento, el Señor pone al frente de la Iglesia aquel papa que la Iglesia necesita. El protagonista, como ha repetido Francisco, no es el papa, sino Jesucristo.
En el nº 2.883 de Vida Nueva.