Un libro de Juan María Uriarte (Sal Terrae, 2013). La recensión es de Luis González-Carvajal Santabárbara
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Título: La reconciliación
Autor: Juan María Uriarte
Editorial: Sal Terrae, 2013
Ciudad: Santander
Páginas: 152
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LUIS GONZÁLEZ-CARVAJAL SANTABÁRBARA | Estamos ante un libro cuya publicación resulta sumamente oportuna en los momentos actuales, cuando la democracia ha ganado la guerra a ETA pero falta todavía mucho para ganar la paz: cincuenta años de confrontación armada han dejado profundas heridas en unos y otros que no están cicatrizadas en modo alguno.
Como afirma el propio autor, “a menudo, nuestra condición de ofensores o de ofendidos, a la manera de los discos rayados que se atascan en un pasaje de la melodía y la repiten machaconamente, bloquea nuestras relaciones humanas. La reconciliación es como esa mano delicada que arranca la aguja de su atolladero y hace fluir de nuevo la melodía de la relación” (p. 46).
Por desgracia, muchos no quieren saber nada de “reconciliación”. Un número importante –aunque minoritario– de víctimas, integradas en la AVT y otras asociaciones similares, consideran que la reconciliación va en contra de la justicia y quienes hicieron sufrir a otros deben simplemente pagar sus deudas; consideran, además, que la reconciliación sería una infidelidad a los seres queridos que han perdido (pp. 18-19).
Por su parte, muchos miembros de ETA consideran humillante la reconciliación porque no es fácil renunciar a ser considerados defensores de la libertad por un grupo social todavía amplio y reconocerse necesitados de perdón (p. 113).
¿Por qué, entonces, el obispo emérito de San Sebastián ha querido meterse en ese avispero? Precisamente por fidelidad a su ministerio episcopal; como él mismo dice, el ministerio de la reconciliación ha sido encargado ante todo –aunque no exclusivamente– a los Apóstoles (cfr. 2 Cor 5, 18-20) y a sus sucesores (p. 79).
Para evitar malentendidos, explica el autor que la reconciliación no supone actuar “como si no hubiera pasado nada”, porque han pasado muchas cosas terribles; tampoco se trata de olvidar lo que pasó, sino de “mirarlo de otra manera”.
Olvidar un pasado tan traumático sería reprimirlo, y esa actitud es semejante a la que desencadena las neurosis: Antes o después se produciría “el retorno de lo reprimido”, bien sea en forma de culpabilidad o de agresividad (p. 25). Por eso –decía Butros-Ghali– “arrojar luz sobre la verdad no es solo condición, sino parte integrante del proceso de reconciliación” (p. 38). Es necesario, sin embargo, que los investigadores sean personas que hayan logrado erradicar el rencor y actúen bajo la coordinación de expertos o instituciones de reconocida competencia e imparcialidad (p. 39).
La reconciliación tampoco supone olvidar el dolor de las víctimas, porque “el rostro humano más desgarrador que nos ha dejado la cruda confrontación” es precisamente el suyo; “una reconciliación que no reconociera, reparara y ayudara a las víctimas estaría viciada de raíz” (p. 27).
Respeto mutuo
Para que podamos hablar de reconciliación, no es necesario que “los enemigos se conviertan en amigos, sino que vuelvan a respetarse mutuamente como miembros de una misma sociedad. No requiere necesariamente una interpretación común de la naturaleza y el origen de la confrontación violenta que ha durado cincuenta años, sino una voluntad firme y eficaz de evitar su repetición” (p. 23).
Para alcanzar esos objetivos, Juan María Uriarte ha llevado a cabo un verdadero trabajo interdisciplinar, combinando el análisis de la realidad y los aspectos psicológicos con las exigencias éticas y la iluminación teológica. Por otra parte, no se limita a una reflexión perenne y universal sobre la reconciliación, sino encarnada en nuestra situación que termina mostrando el camino a seguir por unos y otros: víctimas y victimarios, fuerzas políticas e Iglesia, medios de comunicación social y educadores, etc.
El autor tiene experiencia sobrada para descender a esas cuestiones prácticas porque, como todo el mundo sabe, actuó como mediador en las conversaciones que el Gobierno de José María Aznar mantuvo con ETA durante la tregua de catorce meses entre 1998 y 1999. Por desgracia, pocas veces nuestra teología y nuestra pastoral saben moverse con soltura en ese nivel práctico (como escribió Rahner, “Dios y el diablo parecen andar en el detalle, pero la predicación eclesiástica se mueve en lo inconcreto”).
El tono del libro no es en absoluto arrogante, como si el autor se creyera por encima del bien y del mal; tiene más bien el tono humilde de quien sabe que está predicándose a sí mismo antes que a los demás. En cuanto a los aspectos formales, puedo decir que tiene una prosa clara y es bastante breve, lo que facilita mucho la lectura.
Una acusación injusta
Como en la memoria de muchos lectores estarán, sin duda, las repetidas acusaciones de “equidistancia” que algunos medios han hecho a los obispos vascos en general, y a D. Juan María en particular, quiero terminar esta recensión diciendo que la lectura de este libro pone de manifiesto la injusticia de semejante acusación.
En opinión del autor, merecen la consideración de víctimas “todas aquellas personas, de cualquier signo, que en esta confrontación han padecido una agresión injusta que vulnera gravemente sus derechos humanos” (p. 28). No se incluirían entre las víctimas, por lo tanto, quienes han sufrido debido al uso legítimo de la fuerza coactiva por parte de la autoridad, aunque sí quienes han sufrido en aquellos casos en que la autoridad deliberadamente no respetó los derechos humanos (p. 28).
Sin embargo, no homologa las víctimas de ETA con las víctimas de abusos policiales: “Las víctimas mortales provocadas por ETA están requiriendo una destacada valoración propia y específica no solo porque esta inició y provocó la confrontación armada, sino por el número, las circunstancias agravantes y la inhumanidad con que cometió asesinatos, secuestros, amenazas y extorsiones. No sería justo equipararlas con las respuestas delictivas de la lucha antiterrorista. (…) Hay víctimas inocentes y otras que no lo son. Hay víctimas que han sido a la vez agresoras y agredidas” (p. 29).
En el nº 2.886 de Vida Nueva