¡Demos gracias a Dios, aleluya!

Se nos amplía la mirada y la alegría del corazón al contemplar el rostro de estos dos nuevos santos

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JOSÉ MARÍA AVENDAÑO PEREA (VICARIO GENERAL DE LA DIÓCESIS DE GETAFE) | Hoy, lunes de Pascua, alegre y esperanzado, con la luz y la fuerza de la Resurrección de Cristo, he venido a Villanueva de Alcardete a acompañar y ayudar a mis padres, ya ancianos, y a compartir el gozo pascual con mis familiares, amigos y paisanos.

Aquí, junto a la lumbre del hogar, me han invitado a escribir unos renglones en torno al acontecimiento de gracia eclesial que celebraremos el domingo 27 de abril, cuando el papa Francisco canonice a Juan XXIII y Juan Pablo II. Dos pontífices amigos de Jesús, que han sabido transmitir por doquier la alegría de esa amistad y la belleza de su Evangelio, dispuestos siempre a dar una mano a quien estaba necesitado, pues tenían la experiencia de haberse encontrado con Él.

Juan XXIII, testigo creíble de sencillez y prudencia evangélica, constructor de paz, iniciador del Concilio Vaticano II, dijo de él Juan Pablo II: “Era un profeta, debía sufrir por su fidelidad a Cristo. Pero, antes o después, se darán cuenta de ello: era un santo”. Discípulo cuidadoso de la oración, los sacramentos y los pobres, en él se cumplían las palabras de Isaías: “Quien tiene fe no tiembla”. No precipitó los acontecimientos y no atemorizó al prójimo; buscó la reconciliación y el ánimo. Su serenidad, que venía del amor a Dios, hizo de su vida, como del hecho extraordinario del Concilio, un servicio cotidiano del amor a la Iglesia. En su Diario del alma confiesa: “El primer tesoro de mi alma es la fe, la santa fe sencilla e ingenua de mis padres”.

Juan Pablo II, testigo creíble de la fe en Jesucristo, puso a Dios en el centro de su existencia. La fidelidad al amor del Padre se manifestó en una vida de oración y de servicio, en la belleza de la Creación, en su alegría con los jóvenes… Le recordamos con sus primeras palabras ya como papa: “No tengáis miedo”. Se puso a disposición del Señor: oración, ardor por la Palabra de Dios, amor a la Eucaristía, defensor de la vida y de la dignidad de la persona. Exigente, empezando por él mismo, al proponer el camino del amor y del servicio, aceptó su sufrimiento con humildad y obediencia a la voluntad de Dios. Introdujo a la Iglesia en el tercer milenio del cristianismo, animándonos a remar mar adentro con el viento del Espíritu. Fue admirado y criticado, pero su confianza en la Divina Misericordia y su grandeza en la fe le hicieron sostenerse aunque pasara por “cañadas oscuras”.

Gracias, papa Francisco, por canonizar a los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II. A partir de ahora, se nos amplía la mirada y la alegría del corazón al contemplar el rostro de estos dos nuevos santos. ¡Bendita seas, Trinidad Santa!

En el nº 2.891 de Vida Nueva.
 

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