GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“La tradición cristiana tiene verdad y sustancia para satisfacer instancias culturales de la modernidad, el diálogo entre razón y fe no solo es decisivo, sino también fecundo…”
El rostro físico de Antonio Rosmini está fijado en el intenso retrato [ver aquí] que le dedicó en 1853 Francesco Hayez, mientras que el espiritual brilló en el acto solemne de su beatificación, celebrada en 2007.
Supuso el final de un largo y tortuoso itinerario que duró más de 150 años, desde que el sacerdote falleció el 1 de julio de 1855, tras una existencia en la que la lucidez del pensamiento se entrelaza con el ardor de la caridad. No es algo gratuito que denominara Instituto de la Caridad a su comunidad, popularmente conocida como “rosminiana”.
Querría ofrecer no tanto un perfil teológico, sino un testimonio de este beato, convencido del binomio fe-razón y que supo imbricar íntimamente en su pensamiento un fuerte clima místico y una valiente pasión eclesial. El acercamiento a la figura de Rosmini, al menos respecto al mundo eclesiástico, está conectado con el tradicional recorrido de los estudios filosóficos y teológicos.
Mi primer encuentro con Antonio Rosmini no fue de los más felices: se debió a una obrita menor suya cuya lectura era obligatoria en el bachillerato. Con el pasar de los años, la cercanía y la fascinación por el pensador y religioso de la ciudad italiana de Rovereto crecieron, sobre todo cuando mis lecturas se cruzaron con las páginas más elevadas y ardientes de Rosmini.
Pienso en la emoción que me suscitaron la joya que fue el ensayo Las cinco llagas de la Santa Iglesia, la Introducción al Evangelio de Juan, la inacabada Teosofía o la Antropología sobrenatural. Lo que atrae de esas páginas, junto al aliento místico, es el desafío cultural lanzado por Rosmini con tal originalidad que hace actual su proyecto cultural.
Rosmini sigue siendo un guía y un auténtico teólogo, como muestra su convicción de que la filosofía es necesaria para la mediación de la fe, que la tradición cristiana tiene en sí verdad y sustancia para satisfacer las instancias culturales de la modernidad, que el diálogo entre razón y fe no solo es decisivo, sino también fecundo para la propia cultura.
Entre mis jóvenes alumnos del arzobispado milanés hace años, había un calabrés, Antonio Staglianò, quien, tras convertirse después en docente y estudioso de Rosmini, me impulsó ulteriormente en ese recorrido, sobre todo a través de su ensayo La “teología” según A. Rosmini.
Posteriormente, cuando dirigí la Biblioteca Ambrosiana, tuve la fortuna de encontrar un ejemplar de la Biblia en cuyo frontispicio descubrí la firma de Rosmini. También cayó en mis manos, entre la correspondencia del entonces prefecto de la Ambrosiana, Pietro Mazzucchelli, una carta del 13 de julio de 1824 en la que el historiador Carlo Rosmini presentaba a su primo Antonio a la Biblioteca, diciendo que era ya “docto en literatura y en los estudios sagrados”.
Hace unos años, estando de paso por Rovereto para una conferencia, pude finalmente visitar con gran alegría y emoción la casa natal de Rosmini, reviviendo una dimensión más íntima, la de su espiritualidad, que brilla sistemáticamente en sus páginas. Pensemos, por ejemplo, en la antología “rosminiana” Amor y oración, recogida por Pier Paolo Ottonello. También desvelan de modo explícito el alma mística de Rosmini estas líneas de Afectos espirituales:
Oh, es tan dulce conversar con Dios, hablar con Dios, satisfacer a Dios, acordarse, querer entender a Dios, conocer a Dios, enamorarse de Dios… El pensar, el hablar, el actuar de Dios, solo esperar en Dios… Gustarle solo a Dios, partir por Dios, de su alegría solo gozar en Dios… Ver a Dios, probar a Dios, vivir, morir y estar en Dios… Oh, Dios, qué alegría y dulzura es Dios.
En su Discurso sobre los Estudios del Autor, Rosmini observaba que “más allá de la ciencia hay un mundo real, que se escapa a menudo a los ojos de los científicos y de los filósofos y, en este mundo, vive en gran parte el hombre, que no vive solo de ciencia”. Se indicaba así a todos el horizonte trascendente de Dios y del diálogo místico que el sacerdote de Rovereto había siempre buscado y amado, y que se reconoció el día de su beatificación como su gran herencia eclesial.