PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor
“Trabajar como cristiano desde la óptica de la cultura supone comprender que la religión y la Iglesia misma es sustancialmente un fenómeno cultural…”.
La fe del cristiano puede vivirse como asentimiento a una doctrina, como adhesión a una Persona –la de Jesucristo- o como lectura creyente de la realidad, es decir, descubriendo las huellas de Dios en la historia. Para trabajar como cristiano en la cultura se requiere, a mi modo de ver, esta sensibilidad: la del testigo maravillado ante la belleza del mundo.
Un camino de ida y vuelta
De lo que se trata, y por eso hablo de un camino de ida y vuelta, es de contar al mundo la belleza de Cristo y del cristianismo, por supuesto, pero también y sobre todo de contar a la Iglesia los destellos de Dios que hay en la cultura secular y en este mundo nuestro, donde, pese a todos los profetas de mal agüero –laicos o religiosos-, es infinitamente superior la luz a la oscuridad.
La función del testigo
Quiero subrayar aquí este movimiento de vuelta, designémoslo así, puesto que la función primordial del testigo de Cristo no es, a mi parecer, predicar o hacer signos que evidencien la fuerza del Reino, sino más bien reconocer ahí donde el Reino emerge en el mundo, aún sin la intervención directa de la Iglesia. “Ahí está el Espíritu, y ahí, y ahí”: esto es -apuntando a los fenómenos de gracia que inundan el mundo- lo que en primera instancia debe hacer la Iglesia. No tanto condenar la ausencia del Espíritu en algunas realidades mundanas –algo que hemos hecho hasta la saciedad-, sino subrayar y potenciar aquellas en que la gracia opera de forma elocuente.
La religión y la Iglesia es cultura
Trabajar como cristiano en la cultura o, mejor, desde la óptica de la cultura, supone en primera instancia comprender que la religión y, por supuesto, la Iglesia misma, es sustancialmente un fenómeno cultural. También es sobrenatural -sobre eso no voy a insistir-, pero no deja por ello de ser una realidad humana, es decir, sometida a las mismas coordenadas y constantes que cualquier otro fenómeno que calificamos de cultural. Esto es importante porque, a mi modo de ver, no se trata tanto que la Iglesia deba evangelizar la cultura -como si la Iglesia se situara fuera de la cultura misma-, sino que debe detectar los fenómenos que entren en esta categoría y que se desarrollan en su seno y –es obvio- más allá de sus fronteras.
El cultivo de la mente, del cuerpo y del espíritu
Llegados a este punto es urgente precisar qué estoy entendiendo por cultura, que, evidentemente, no identifico con la mera acumulación de datos o saberes, lo que caracteriza a la erudición, pero tampoco con el simple cultivo de la inteligencia o de la mente. Un hombre culto es para mí aquel que se ha cultivado. Y el cultivo de uno mismo afecta a la mente –qué duda cabe-, pero se extiende también al cuerpo y al espíritu. El cuidado del cuerpo y el del alma es cultura, y esto es algo que conviene subrayar para que nunca nos deslicemos por la pendiente del intelectualismo, una tentación permanente.
Nosotros, cada uno, somos para nosotros, para cada uno, la palabra que Dios nos da y, por ello, la principal tarea en este mundo es para el cristiano la del cultivo de su potencial, siendo así que esta tarea, si está bien orientada, redundará necesariamente en beneficio de los demás.
El culto como celebración de la cultura
El cultivo de la mente, del cuerpo y del espíritu, eso que llamamos cultura, eso es lo que debe llevarse a la celebración del culto. El culto es, desde esta perspectiva, la condensación simbólica o celebración de la cultura.
De lo intelectual a lo sapiencial
Sólo desde este punto de vista, los hombres y las mujeres de la cultura no serán vistos como meros intelectuales, sino como auténticos sabios. La diferencia –así lo he dicho muchas veces- entre el acercamiento intelectual y el sapiencial a la realidad es que los llamados intelectuales intentan penetrar en las cosas –son agentes protagonistas de la epopeya del conocimiento-, mientras que los sabios –y Dios permita que haya entre nosotros alguno- permiten que la realidad penetre en ellos, teniendo en consecuencia una actitud esencialmente receptiva y acogedora.
Todos estos puntos –seguramente muy obvios y probablemente discutibles- son aquellos desde los que siempre he entendido mi trabajo como sacerdote y escritor en el mundo de la cultura. Podría resumirlos en estas pocas palabras: humildad y humor, culto y cultivo, estupor ante la maravilla.
En el nº 2.906 de Vida Nueva.
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