GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura
“Tenemos a disposición un instrumento fundamental, el lenguaje, que en nuestros días estamos dejando degenerar….”.
“Ya se puede decir, aún más en Italia, que es mayor el número de escritores que de lectores, pues gran parte de los escritores no lee y lee menos de lo que escribe”. Nadie imaginaría que estas líneas son del 5 de febrero de 1828: aquel día, Giacomo Leopardi anotó este amargo comentario en su Zibaldone. Con la proliferación de la comunicación informática se asiste hoy aún más a una bulimia editorial incesante, a la que sin embargo corresponde una anorexia de lectores.
No obstante, en las raíces de nuestra propia historia está el libro, sobre todo la Escritura por excelencia, la Biblia, que, como se sabe, en griego es el plural de biblíon; por tanto, los “Libros” por excelencia. En paralelo, la tradición judía para definir los textos sagrados usa el término miqra, es decir, la “Literatura” por excelencia. La misma raíz léxica está en la base de la palabra Qur’an, “Corán”.
El libro sigue siendo una estrella polar de la cultura y de la sociedad, como muestra el extraordinario éxito de las ferias organizadas en torno a él. Hemos pasado del pedernal inicial al silicio de la biblioteca informática en la que, como una cinta para correr, sigue transcurriendo el flujo de los libros. Está hecho de pocas estrellas fijas, muchos meteoros transitorios y una inmensa multitud de textos invisibles que no lee nadie o casi nadie. Suena siempre amenazante esta cita de Bacon:
Algunos libros son para probarlos, otros para tragarlos y unos pocos para masticarlos y digerirlos.
Pretendemos ahora remontarnos a la matriz primaria del libro, o sea, a la palabra, radical y misteriosa expresión de nuestra humanidad. Lo hacemos echando mano del “gran código” de la Biblia, que representa la plataforma del patrimonio del conocimiento occidental. En primer lugar, recordemos que, en la Biblia, a Dios creador no se le representa realizando un acto fatigoso o luchando contra la nada, sino simplemente con la palabra:
Dijo Dios: ‘Exista la luz’. Y la luz existió. (Génesis 1,3)
Estamos ante una palabra que crea, expresada de manera aún más admirable en el Nuevo Testamento en el prólogo del Evangelio de Juan:
En el principio existía el Verbo… Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de Él se hizo todo, y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. (1, 1-3)
El mismo Moisés, cuando debe representar la experiencia del Sinaí, usa una frase muy significativa:
Entonces el Señor os habló en medio del fuego. Vosotros oíais sonido de palabras, pero no veíais figura alguna, sino tan solo una voz. (Deuteronomio 4,12)
Por este motivo, no debe fijarse la mirada en el becerro de oro, ídolo esculpido por la mano del hombre. La primera gran belleza vive en la palabra:
No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. (Éxodo 20,4) (Deuteronomio 4,12)
Tenemos, por tanto, a disposición un instrumento fundamental, el lenguaje, que en nuestros días estamos dejando degenerar. Lo demuestra la comunicación embrutecida, vulgar, tan simplificada que se ha reducido a una repetición de estereotipos, como muestra el típico léxico de los teléfonos móviles. De este modo perdemos una dimensión fundamental de la belleza, no solo personal, de nuestra gran cultura occidental. Es un deterioro imparable que ha cambiado hasta el modo de decir “Dios”.
A este respecto recordemos una cierta teología que, a partir del siglo XVIII, es decir, del Iluminismo, barrió toda la belleza de la palabra y de los símbolos de la Biblia. La tesis entonces dominante era que el pensamiento puro debía dispersar, como viento cristalino, la nebulosa de los símbolos, de los mitos y de las imágenes para dejar espacio solo a las ideas. Un primer intento lo realizó en el XVII el filósofo francés Nicolás de Malebranche, quien forjó una frase curiosa en su carácter paradójico:
La imaginación es la loca del apartamento.
Quería decir que en la vivienda de nuestra mente residía un elemento loco, la imaginación. Como consecuencia fue espontáneo el intento de hablar de Dios usando solo tesis abstractas, lo más “puras” posibles, es decir, lejos de la riqueza de las imágenes confiadas en la Biblia a la palabra y a la fuerza de los símbolos.
En el nº 2.908 de Vida Nueva
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