La obra de Faulkner (Anagrama, 2000) recensionada por Luis Rivas
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Título: Mientras agonizo
Autor: William Faulkner
Editorial: Anagrama, 2000 (1930)
Ciudad: Barcelona
Páginas: 244
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LUIS RIVAS | Extraviado de la Generación Perdida, que le fue ajena, pasando del champán por fidelidad al whisky del Medio Oeste, a su marca Cuervo Viejo, y al julepe de menta, chispeante la mente de presión, las sienes percutidas por latidos, William Faulkner escribió una decena de novelas en París e incluso se dejó la barba, acaso para cubrir con impostura su insensibilidad hacia ese jazz que rebosaba los párrafos de Fitzgerald. En su sesera de incipiente dipsómano palpitaba ya un ritmo más primario y tribal, la cadencia que acunaría toda su obra: el serrucho de Cash cercenando la madera, recordando a dentelladas una muerte que no calla ni se viene porque nunca se le fue de la cabeza.
Faulkner alumbró Mientras agonizo –para Harold Bloom, “su obra maestra y la novela más original que haya escrito jamás un estadounidense”– en 1930, en la cúspide del crac de Wall Street, cuando el modelo social del sur acumulaba ya décadas de demolición. Lo escribió “en seis semanas, sin cambiar una coma”, precisa el autor, quien, al ser cuestionado en una ocasión sobre el título, citó un parlamento de Agamenón a Odiseo: “Mientras agonizo, la mujer de los ojos de perro no cierra mis ojos cuando ya desciendo a Hades”.
La obra presenta a una matriarca expirante en esa permanente identificación faulkneriana de la sexualidad femenina y la muerte, resistente a la parca por una última voluntad: descansar sobre un ataúd forjado por su hijo Cash en el cementerio de su remoto pueblo natal. Al contrario que en La montaña mágica, donde Hans Castorp se presenta “con el ímpetu confiado de la vida” para, cientos de páginas después, conocer su enfermedad, Faulkner dispone de entrada el susurro del serrucho en el oído del moribundo, como rumia el inminente viudo:
Es porque está todo el tiempo ahí fuera, justo debajo de la ventana, martilleando y serrando esa maldita caja. Donde ella tiene que verle por fuerza. Donde cada bocanada de aire que ella aspira está llena de sus martillazos y aserraduras. Donde ella puede ver cómo le dice: ‘Mira. Mira la estupenda caja que te estoy haciendo’. Le dije que se fuera a otra parte. Le dije: ‘Santo Dios, ¿es que ya quieres verla dentro?’.
La tierra prometida a la mortaja, el lejano cementerio público donde están enterrados sus ancestros, es lo más parecido a una propiedad para los miserables protagonistas, la familia Bundren, blancos sin tierra, los parias de la sociedad estamental faulkneriana, por debajo incluso de los negros. La expedición familiar con el muerto a cuestas degenera en un pasacalle penoso y quijotesco por la polvorienta ribera del Misisipi, en una carga de oneroso cumplimiento, donde el honor y el malestar apenas dejan lugar al afecto hacia la esposa y madre finada y devenida en molestia. Sirva de ejemplo del hastío el patriarca de los Bundren, Anse, dispuesto a arruinarse y poner en peligro la vida de la familia para llevar a cabo la promesa a su difunta esposa, un fin en sí mismo que acaba fagocitando la memoria de su señora, mientras piensa en arreglarse los dientes para encontrar otra mujer.
Durante esta asfixiante pesadilla familiar en clave de tragicomedia, Faulkner presenta a un colectivo de individuos egoístas vinculados por el pegamento de las murmuraciones vecinales, donde las aberrantes contradicciones sucumben a la normalización por la vía de la tradición. Solo uno de los hijos, Darl, parece trascender la lealtad debida al hogar para ensayar una náusea por las apariencias de la América profunda, pequeña y claustrofóbica. Subyace, no obstante, una actitud sublimadora en este torrente de tristeza y maizales, y esta no es otra que la tenacidad y unidad de toda la familia en la culminación del deber, una épica con ecos de Conrad trazada desde la ironía. Es por ello que Cleanth Brooks, padre de la Nueva Crítica, encontró en Mientras agonizo una exaltación de la familia y una afirmación de los valores cristianos.
La narración avanza mediante monólogos interiores de hasta 15 personajes, introspecciones que guían linealmente la acción hacia el final del camino –el cementerio, literalmente–, pero que también la empujan desde atrás al dibujar el pasado de los Bundren, mientras el lenguaje aparece colonizado por el personaje supremo del Sur, en símiles como “ojos claros como de madera” y “pelos revueltos y desgreñados como los de un gallo mojado”. El escritor más celebrado del siglo XX anglosajón se jactaba de haber compuesto Mientras agonizo mientras trabajaba de vigilante nocturno en una central eléctrica, cuando en la quietud solo su mente escuchaba el serrucho de Cash sajando el tronco de un pino como si fuera la vida, y la noche olía a muerto.
En el nº 2.910 de Vida Nueva
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