Extracto del Pliego del nº 2.916 8-15 noviembre 2014 …
TERESA RUIZ CEBERIO (RELIGIOSA DE LAS HERMANAS AUXILIADORAS. LICENCIADA EN TEOLOGÍA PASTORAL) | Siguiendo la invitación del papa Francisco a salir hacia “las periferias existenciales”, Jesús de Nazaret nos llama a reconocerlo y encontrarlo en cuantos crucificados nos encontramos por el camino. Las reflexiones que aquí se recogen fueron compartidas por la autora, el pasado 25 de octubre en Getafe (Madrid), en el marco del Foro de las Periferias organizado por los Hijos de la Caridad para celebrar el cincuentenario de su presencia en España.
“Hoy día, después de Jesucristo, no se puede decir nada verdadero, auténtico y concreto acerca de Dios sin reconocerlo como el Emmanuel, el Dios con nosotros, el Dios de nuestra carne, el Dios de nuestra naturaleza humana, el Dios que ha nacido de María Virgen y que, como hombre en nosotros, es hombre y Dios en una sola persona. Dios que se da a sí mismo en la creación, se ha ido autocomunicando progresivamente al mundo, y en Jesucristo ha aceptado para siempre jamás la carne de la humanidad y del mundo”[1].
En Jesús, Dios sale de sí mismo como amor que desciende, según la bella expresión de F. J. Vitoria Cormenzana en su obra Una teología arrodillada e indignada (Sal Terrae).
Los discípulos de Jesús creemos que Dios se ha ido autocomunicando de modo progresivo a través de la historia de la salvación recogida en la Biblia. Voy a evocar algunos de los momentos más señalados de ese progresivo darse, donarse hasta revelarse de modo supremo en Jesucristo, como un Dios con nosotros, por su encarnación.
En la periferia del Imperio egipcio, Dios escucha los gritos del pueblo de Israel, pueblo extranjero, oprimido, explotado y esclavizado en la construcción y en la imposición de los trabajos más duros y penosos, orientados a destruirlo porque amenazaba a la gran potencia. Pero “los gritos de auxilio de los esclavos llegaron a Dios. Dios escuchó sus quejas… y, viendo a los israelitas, Dios se interesó por ellos” (Ex 2, 23-25).
Dios escucha los gritos de los esclavos. Dios está atento a cuanto le ocurre a su pueblo, al que acompaña desde la llamada a Abraham con la discreción de quien está atento a cuanto le sucede a la persona amada, respetando su libertad. Interviene solamente cuando el pueblo ya no es capaz de afrontar por sí mismo las adversas circunstancias de la vida. El Dios creador de todos actúa en su pueblo a través de las parteras egipcias, a quienes el rey de Egipto ordenó matar a los primogénitos hebreos, pero “las comadronas respetaban a Dios; en vez de hacer lo que les mandaba el rey de Egipto, dejaban con vida a los recién nacidos” (Ex 1, 17). Actúan como mediadoras en la salvación de Moisés. Hasta la misma hija del Faraón salva la vida del niño, con la colaboración de Miriam, la hermana de Moisés. Las mujeres generadoras de vida, israelitas o no, colaboran con el único Dios en el proceso de la liberación de un pueblo que sufre en la periferia del potente Egipto.
Dios, que está con los últimos, busca mediadores que en su nombre y con Él vayan a la periferia. A la réplica de Moisés, llamado a liberar al pueblo, Dios responde: “Yo estoy contigo” (Ex 3, 7-12). “Y cuando me pregunten quién eres tú, ¿qué les digo? Les dirás: ‘Soy el que soy’” (Ex 3, 14). “El que soy”, el que estoy con vosotros tanto ayer como ahora y en el futuro, como amor que desciende, ofreciendo y restaurando la vida allá donde la muerte intenta arrebatarla.
Moisés el mediador sacó a Israel de Egipto. María la profetisa, hermana de Aarón, tomó su pandero en las manos y todas las mujeres salieron detrás de ella con panderos a danzar. María entonaba: “Cantad al Señor, sublime es su victoria. Caballos y carros ha arrojado en el mar” (Ex 15, 20). A lo largo de la historia de Moisés, se percibe la sensibilidad y mediación de las mujeres, sean o no del pueblo de Israel, para proteger la vida de los inocentes perseguidos. Evoco al respecto el testimonio de Etty Hillesum, mujer judía de 27 años que, tras haberse ofrecido como voluntaria para acompañar a los judíos en un campo de trabajo transitorio, murió en Auschwitz. El 11 de julio de 1942 escribe en su diario.
“Quiero ayudarte Dios mío… Y si estimas que aún puedo hacer mucho, lo haré tras haber atravesado las mismas pruebas que mi gente. Una cosa tengo clara: no eres tú el que puede ayudarnos, somos nosotros los que podemos ayudarte y, al hacerlo, nos ayudamos a nosotros mismos”[2].
[1]. Karl Rahner, María, madre del Señor, Herder, Barcelona, 2012, pp. 26-28.
[2]. Etty Hillesum, Une vie bouleversée, Editions du Seuil, París, 1995, pp. 169-175.
Siguientes apartados (suscriptores):
Pliego publicado en el nº 2.916 de Vida Nueva. Del 8 al 15 de noviembre de 2014