PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor
“El altruismo ético que impera entre muchos voluntarios es pernicioso y tiene su origen en la conciencia de culpa y en la incapacidad para estar consigo mismos…”
No se debe acompañar a nadie a un lugar en el que tú no hayas estado o al que no estés dispuesto a ir, y eso significa que el acompañante de moribundos tiene que ser alguien muy desprendido de esta vida y desapegado de sus bienes. Alguien a quien realmente no le importaría cambiarse por el moribundo si se le diera la oportunidad, es decir, alguien vaciado de sí mismo, de sus intereses privados y querencias personales.
El acompañante de moribundos debe ser alguien desprovisto de toda ideología, también de la del amor; debe estar ante el enfermo como una presencia pura, sin intenciones ni deseos, como simple capacidad de acogida. Lo que debe hacerse es únicamente, y subrayo este adverbio, recibir lo que el enfermo te da. Porque solo de lo que él tiene puede brotar una esperanza de sentido para él. Todo lo demás es manipulación de la conciencia y en el momento en que las defensas están más bajas. Y eso es traición. Ese es un gesto de mal gusto, por mucho que pueda estar revestido de la mejor de las voluntades.
Con la buena voluntad se ha hecho y se sigue haciendo un daño incalculable. Un tanto por ciento elevadísimo de los así llamados voluntarios de hospital hacen a los enfermos mucho mal, esa es mi opinión. El bien siempre es discreto, sobrio, respetuoso, educado. Acompañar bien a un enfermo –es mi balance– es un estado de excepción.
Cualquier acompañante de moribundos mínimamente experimentado sabe que él es solo un testigo cuya misión, normalmente en el silencio más completo, se reduce, y no es fácil, a recibir lo que el enfermo te da, sea lo que sea, y a devolvérselo. Este misterioso intercambio es el que sana, pues prefigura el misterio de comunión en que el hombre consiste y al que está llamado.
El altruismo ético que impera entre muchos voluntarios es pernicioso y tiene su origen, la mayoría de las veces, en la conciencia de culpa y en la incapacidad para estar consigo mismos, tranquilamente en sus casas. Nadie debería entrar en la habitación de un moribundo si no sabe dónde entra, y la mayoría que entra, por desgracia, no lo sabe. No lo sabe en absoluto.
Acompañar requiere tiempo y requiere no tener en cuenta el tiempo. No se entra en la habitación de un moribundo para estar con él cinco minutos, pero tampoco para estar una hora. Se entra para estar con él o con ella el tiempo que requiera cada ocasión; pueden ser cinco minutos o cinco horas, imposible saberlo con anterioridad.
Si yo he acompañado entre cien y ciento cincuenta moribundos en su trance, sin modestia de ningún tipo diré que no creo que haya acompañado con decencia a más de cinco o seis, siete a lo sumo. Pero he aprendido y hoy lo hago mejor. Sin embargo, sigo fracasando la mayoría de las veces, puesto que todavía no soy el hombre que acabo de describir. Pero deseo serlo. Deseo firmemente que llegue el día en que pueda decir, ante cualquier moribundo, sí, me cambio por ti, quédate tú que yo me voy, estoy preparado. Decir esto, decirlo de verdad, es la verdadera fuente de la sanación. Lo demás son componendas y sucedáneos.
¿De dónde y hasta dónde los acompañarías?, pregunto a quienes dicen que quisieran desarrollar esta misión. ¿Qué tipo de compañía les darías? ¿La de los sentimientos, la del dolor? Consolar y confortar: esos son los verbos que deberían conjugarse en este tipo de acompañamiento, en realidad en cualquier tipo de acompañamiento. Lo que el enfermo necesita oír es esto: tu destino me importa, y si me importa a mí es que importa a la humanidad. Si importa a la humanidad, en fin, es que, de haber un Dios, tampoco Él es indiferente a lo que te sucede, a tu declive, a tu inminente apagamiento, a tu partida. Tú no eres solo tu cuerpo, tú no eres solo este cuerpo decrépito al que quedan pocas semanas, días u horas. Confío en que eres –como yo mismo– algo más, y esa confianza, que late en ti como una pequeña llama, es superior a cualquier actitud de estoicismo o desesperación. Esa confianza está en ti; y si permites que despunte, yo asistiré maravillado a su irrupción.
En el nº 2.919 de Vida Nueva.
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