Isabel Cuenca Anaya. Secretaria general de Justicia y Paz
“Pierden autoridad moral los que no actúan ante la corrupción en sus filas…”
La corrupción se ha convertido en un visitante asiduo de nuestras casas. Entra a través de cualquier medio de información que utilicemos. Políticos, sindicalistas, empresarios e instituciones son los principales protagonistas. Los debates parlamentarios y las tertulias sobre el tema se suceden, pero siempre hay un factor común: la corrupción que se condena con dureza es la del otro, la del adversario. Esto está ocasionando desafección y falta de confianza de los ciudadanos hacia sus políticos y las instituciones. Nada más injusto: existen empresarios que llevan sus empresas con honestidad, sindicalistas que defienden los derechos de los trabajadores con ahínco, instituciones que cumplen fielmente los fines para los que fueron creadas y políticos que actúan pensando en el bien común.
También es frecuente, al hablar de corrupción, decir que, en mayor o menor medida, corruptos somos todos. Esto tampoco es verdad. No todos somos corruptos, y si lo fuéramos, la gravedad de la misma no es igual para todos. Ni se puede ni se deben hacer generalizaciones de este tipo, que tienden a hacernos creer que no hay remedio para luchar contra este cáncer social.
Indudablemente que la verdad, la lealtad, la honradez y la transparencia deberían acompañarnos siempre, tanto a nivel individual como social, pero también deberíamos tener una actitud más enérgica de condena frente a la corrupción, teniendo claro que la gravedad de la misma es mayor cuando los corruptores o los corruptos traicionan la confianza puesta en ellos por los ciudadanos, o las consecuencias de la misma recaen, sobre todo, en los más débiles de nuestra sociedad. Lo dice claramente el papa Francisco: “Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción, profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones–, cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes”. (Evangelli gaudium, n. 60)
Por ello, nos duele especialmente la corrupción en nuestra sociedad, donde numerosos estudios vienen a confirmar lo que año tras año viene denunciando Cáritas: la pobreza en España se acrecienta. Y existe un dato más vergonzante aún: los ricos aumentan sus riquezas, a la vez que se incrementa el número de excluidos. No deja de alarmarme cómo políticos, sindicalistas, personas de instituciones y empresarios piensan en su enriquecimiento personal sin que la ética por la que dicen regirse les haga sonrojarse ante el mal que ocasionan. Tampoco entiendo cómo las instituciones a las que pertenecen estos corruptos no son las primeras en denunciarlos y echarlos por miedo al escándalo o al desprestigio de la institución. Pierden autoridad moral los que dicen trabajar por el bien de todos y se mantienen inactivos ante la corrupción en sus filas.
¿Y los ciudadanos? Deberíamos sentir como propia la pobreza de los demás e implicarnos activamente en denunciar todo tipo de corrupción. Con el dinero que se va a paraísos fiscales, evasiones de impuestos, sobresueldos no declarados…, se podría hacer mucho bien y remediar las terribles secuelas de esta crisis económica.
Urge una regeneración moral de la sociedad.
En el nº 2.921 de Vida Nueva
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