Extracto del Pliego del nº 2.921 13-19 diciembre 2014 …
ALBERTO J. EISMAN TORRES | En los “países en vías de desarrollo” conviven desde hace algunas decenas de años hombres y mujeres que dedican ímprobos esfuerzos en favor de la promoción humana, la lucha contra la pobreza, la mejora de las condiciones de vida o, simplemente, la construcción de un mundo más justo. Unos lo hacen movidos por una vocación o experiencia religiosa, otros por un altruismo laico y hay también quien lo vive como carrera profesional. Estas páginas nos ofrecen una pequeña reflexión sobre el particular mundo del desarrollo y cuantos trabajan en él (misioneros, cooperantes, voluntarios…), los desafíos que comparten y los rasgos propios de cada colectivo.
Las evacuaciones y la repatriación de misioneros españoles infectados de ébola en Liberia y Sierra Leona –especialmente, la primera evacuación del P. Miguel Pajares– fueron eventos rodeados de gran polémica. Por un lado, hubo quien ponía en cuestión el costoso operativo de evacuación en tiempos de recortes sanitarios que afectan a millones de personas, y se pedía que se les atendiera sobre el terreno; por otro, ciertos círculos de tendencia más laicista criticaron con dureza el hecho de que se evacuara a sacerdotes (como si sus casos fueran diferentes del de un cooperante, un diplomático u otro ciudadano).
Lo que parecía permisible e incluso aconsejable hacer para recuperar sanos y salvos a unos cooperantes ocasionales, tipo Coronel Tapioca y papel cuché, era inadmisible para otras personas, simplemente porque su “etiqueta” era religiosa y no laica.
Esta situación y las esquizofrénicas reacciones surgidas a raíz de la misma son las que me llevan a escribir esta reflexión. Durante los casi 20 años que he pasado en África, he tenido el gran privilegio de haber vivido y trabajado en ambos campos: el misionero y el de la cooperación internacional; creo que tengo ahora la perspectiva suficiente para poder mirar con serenidad a estos dos mundos, a los que amo y aprecio profundamente, y analizarlos en sus puntos fuertes y en sus debilidades.
En cuestión de pocos años, el anuncio de Jesús es una realidad dinámica y efervescente en casi todo el mundo conocido, a pesar de factores negativos como las persecuciones. Pero, cuando la situación cambia y el cristianismo pasa de ser religión perseguida a religión oficial del Imperio, surge ya la realidad de Iglesias locales consolidadas y estructuradas, donde la proclamación del Evangelio deja ya de ser una novedad –y, por añadidura, un riesgo– y donde las conversiones al cristianismo pierden parte su autenticidad, al estar influenciadas por el prestigio asociado al estatus oficial de la nueva religión.
La actividad misionera queda entonces limitada a las periferias del imperio (Irlanda, Inglaterra, Arabia, pueblos eslavos y bálticos, etc). Es en el siglo XVI, sin embargo, donde comienza la reflexión sistemática y, en parte, el diseño de una estrategia para implantar la Palabra de Dios en contextos completamente nuevos.
Los misioneros fueron con frecuencia los primeros occidentales que aprendieron lenguas vernáculas, que escribieron gramáticas o compusieron rudimentarios diccionarios, elementos indispensables para poder comprender mejor las culturas locales. Surgen pioneros como los jesuitas Matteo Ricci, en China, y Roberto Nobili, en la India, que se sumergen en las culturas a las que quieren evangelizar y abogan por una progresiva adaptación del cristianismo a la cultura y valores locales.
Pliego íntegro publicado en el nº 2.921 de Vida Nueva. Del 13 al 19 diciembre 2014