JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
No todo el mundo ha pasado la Revolución Francesa, cosa que no siempre se aprecia en París, Oslo o Navalcarnero, pongamos por caso. Es decir, que no todos pueden disfrutar en sus países de los valores que aquella trajo consigo. Pero quienes sí nos llenamos la boca con la libertad, la igualdad y la fraternidad, a veces olvidamos que hemos tenido que legislar también para asegurar que su uso y disfrute no atropelle ni a individuos ni a colectivos.
Por eso, je suis Charlie, a veces. Lo soy cuando está en cuestión la defensa de la libertad de expresión, base sobre la que se asientan las democracias; y no lo estoy cuando se utiliza para hacer de ella un saco roto en el que cabe amparar bajo su manto insultos y descalificaciones. Si comparto que no se debe hacer mofa por la condición sexual o raza, ¿por qué reírme de los dioses en los que miles de millones de personas fían su existencia sobre la tierra? Si están penados los insultos racistas en los estadios, los comportamientos homófobos o la negación del Holocausto, por ejemplo, ¿es razonable remover con un lápiz los fundamentos en los que se basan algunas creencias? ¿No hay un poco de ensoberbecimiento intelectual en ello desde el ombligo del Primer Mundo? Claro que incluso si esto fuese así, nunca justificaría una reacción violenta, cuanto menos salvajes asesinatos como los que acabamos de presenciar en Francia. Tampoco en Irak, Pakistán, Nigeria…
El único lápiz que puede acabar con estas confrontaciones es el que se use en las escuelas. Si la educación es fundamental para salir del subdesarrollo material, también lo es para trepar por ese lápiz y salir del lodazal espiritual en el que chapotean los fundamentalistas en nombre de un Dios que es la antítesis de lo que practican. Esa tarea educativa debe concernirnos a todos, y más cuando la emigración trae en su exiguo equipaje convicciones religiosas muy arraigadas. Hay que ayudar a integrarlas en sociedades democráticas, donde la laicidad no es –no debe ser– enemiga de la religiosidad.
Recuerdo aquel loable intento de la editorial SM con un libro de religión islámica. La pedagogía cristiana al servicio de la educación de musulmanes, y con los parabienes de sus representantes. El sueño duró hasta que despertaron los fundamentalistas. Los nuestros.
En el nº 2.925 de Vida Nueva
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