CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
Entre resonancias de cuentos eslavos y La Sirenita de Christian Andersen, Antonín Dvorak fue componiendo su ópera Rusalka. El mito es conocido: la ninfa que habita en el lago y que se enamora del príncipe que se acerca al agua para mirarse. Llega el enamoramiento. Pero la ondina sabe muy bien que si sale del lago se queda muda. Es lo mismo; en una bellísima canción habla con la luna y, más o menos, le dice: me quedaré sin voz, pero no sin amor.
Pareciera como si la Iglesia se hubiere quedado sin voz. Cuando se hace alguna referencia a ella, tanto en los medios de comunicación como en la opinión pública, suele ser para señalar conductas pecaminosas y delitos reprobables. Por otra parte, se ignora toda la acción religiosa, social y caritativa, la presencia educativa, la labor sanitaria, la presencia en los excluidos, la preocupación por el desempleo, creando numerosos puestos de trabajo y promoviendo centros de formación profesional…
La voz no se oye, pues se le ponen sordinas y niveles muy bajos de volumen. Y cuando se escucha, está frecuentemente distorsionada, con mutilaciones y decidido propósito de poner en solfa y desconfianza lo que realiza la Iglesia en favor de todos, particularmente de los más desfavorecidos.
No se puede negar que esa mala opinión sobre la Iglesia provenga de nuestros mismos pecados, de conductas antisociales, de delitos que no se pueden desconocer. Comportamientos nada evangélicos, tanto de los fieles cristianos como de los clérigos y religiosos, provocan el rechazo y la antipatía. Tampoco hay que olvidar el anticlericalismo y la violencia religiosa.
Así que la Iglesia se ha quedado sin voz pública para exponer la admirable y ejemplar labor que realiza. Los números y las acciones son casi espectaculares. Pero la Iglesia no ha venido para presumir, sino para servir. No espera el aplauso y las medallas de reconocimiento. Ama a tu hermano con la misma generosidad con la que Cristo se ha entregado por ti. Con esto nos basta.
Siguiendo en la memoria del músico checo y del agua, recordemos también al santo, Juan Nepomuceno, que fue arrojado al río Moldava por negarse a revelar el secreto de confesión. A medida que se iba hundiendo más, estiraba la mano hacia la superficie y, moviendo el último de sus dedos, hacía el gesto de decidir, una y otra vez, que no violaría el secreto. Murió hablando, con una voz afónica, pero perfectamente reconocible y significativa.
Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a Dios. Que tuyo sea el trabajo, pero los aplausos únicamente sean los del siervo justo que conoce perfectamente el mandamiento que ha de cumplir y los beneficiarios a los que llegar: los más desvalidos e indigentes. Y no olvidar la profecía. La Iglesia tiene que ser la voz de aquellos que han perdido hasta la misma posibilidad de clamar por el reconocimiento de la justicia y el derecho.
En el nº 2.927 de Vida Nueva