FERNANDO SEBASTIÁN | Cardenal arzobispo emérito
Acabo de seguir por TV un debate muy curioso en el que los contertulios discutían acerca de si los políticos tenían que actuar según su conciencia o no. La cuestión me parece de primera importancia.
El ser humano siempre tiene que actuar según su conciencia. La libertad es responsabilidad y la responsabilidad nos obliga a hacer lo que es bueno y evitar lo que sea malo. Esto afecta al ser mismo de la persona, y por eso vale para todas las actividades del hombre. Los hombres no creamos el bien ni el mal de las cosas; lo descubrimos y tenemos que aceptarlo según la ley fundamental de hacer el bien y evitar el mal.
Algunos confunden la laicidad del Estado y de la política con la amoralidad. La actividad política, como todas las actividades libres del hombre, es una actividad moral, sometida al dictamen de la conciencia moral de cada persona. Y por eso mismo, sometida también a una ley moral que ilumine y rija la conciencia personal.
Decir lo contrario sería conceder a la autoridad y a las actuaciones políticas un carácter arbitrario que conduce sin remedio al absolutismo y a la tiranía. El que gobierna tiene que someterse a una ley moral socialmente reconocida y universalmente vigente. Lo contrario es tiranía.
Esta doctrina entra perfectamente dentro del ámbito de la laicidad. La ley suprema que rige las actuaciones políticas es el servicio al bien común. En política es bueno lo que favorece la vida y el bienestar del conjunto de los ciudadanos. Y es malo lo que entorpece el bien físico y moral de los ciudadanos, los derechos y las legítimas aspiraciones de las personas, lo que va a favor de unos pocos y en contra de los demás. Es malo el partidismo, es malo el sectarismo, es malo lo que niega o desconoce los derechos reales de las personas, de todas las personas, desde su concepción hasta la muerte natural.
En el nº 2.938 de Vida Nueva