FRANCESC TORRALBA | Filósofo
El mundo en el que el creyente desarrolla su vida ha cambiado radicalmente y no se parece en nada al de tiempos pasados. La larga época de la cristiandad en la que todo estaba absolutamente impregnado de creencias cristianas se ha evaporado, quizás de forma definitiva, del continente europeo. No lo sabemos. Es difícil predecir los movimientos de la historia. El mundo occidental del tiempo presente es un ámbito, a grandes rasgos, indiferente a la fe cristiana, aunque es el resultado de la presencia continuada de la fe cristiana en su seno.
Desde que Friedrich Nietzsche proclamó la muerte de Dios, una nube densa de olvido de Dios se ha extendido por todo Occidente. En este mundo nuestro, en el que ahora vivimos, ser creyente es un hecho diferencial que, como tal, exige al creyente saber dar razón de su fe y de su esperanza a aquellos que no comparten su fe.
Históricamente, durante muchos siglos, la creencia cristiana fue el elemento que se daba por supuesto (taken-for-granted World) en la sociedad occidental, mientras que en el presente lo que se da por supuesto es más bien lo contrario: la descreencia. Este cambio de postura es un acontecimiento histórico, porque obliga al creyente a justificar su postura, dado que lo que se da por supuesto es que estamos solos, abandonados de la mano de Dios, navegando en una barcaza en medio del cosmos, perdidos por una galaxia.
Siguiendo a Manfred Lütz en Dios, una breve historia del eterno, en las sociedades en las que Dios a duras penas está presente, dejando de lado un ámbito delimitado temporal y espacialmente, la fe requiere ahora coraje y está necesitada de fundamentación, mientras que el ateísmo práctico o teórico no parece necesitar ningún tipo de fundamentación. Además, hay que tener presente que en cualquier momento, y también en el presente, la necesidad de pertenecer a la mayoría, de estar incluido en el todo social es una tendencia humana omnipresente.
El diálogo entre creyentes y no creyentes plantea hoy una novedad radical respecto al pasado. En el contexto ideológico actual, se da por supuesto que Dios no existe, que estamos solos, que somos la resultante de una evolución arbitraria, que podría no haber surgido nunca. El creyente se ve llamado a mostrar que Dios existe, porque en el imaginario colectivo se parte de que no existe, porque el materialismo práctico y el cientismo están profundamente impregnados, de tal forma que lo que no se puede ver, ni observar ni identificar con algún instrumento científico, sencillamente, no existe.
Es difícil en este contexto mantener la denominada fe del carbonero. En este tercer milenio, la fe tiene que ser ilustrada, razonada y entendida o, contrariamente, estará siempre suspendida en su fragilidad. La posesión de una fe adulta será la única forma de poder resistir y responder a las ideologías y a los sistemas de valores, constantemente cambiantes, de la civilización actual. Solo una fe ilustrada y convencida de su razonabilidad sabrá dar respuestas consistentes. Una cierta simplicidad de la fe, dentro de una sumisión demasiado fácil, corre el riesgo de convertirse en puro simplismo. En el presente, el simplismo y el infantilismo no tienen ningún futuro.
La tendencia a la interiorización o a la bunkerización no es una buena salida. Tampoco son las más adecuadas, ni las más evangélicas, porque la fe no es endogámica, está llamada a salir, porque su dimensión es universal. El espíritu misionero es inherente a la fe cristiana, porque este espíritu no excluye al otro, sino que lo presupone y busca aquellas semillas de verdad que en él existan, para edificar, a partir de sus propias convicciones, la fe cristiana.
En el nº 2.938 de Vida Nueva.