JOSÉ LUIS CELADA | Redactor de Vida Nueva
Ya sea porque cada periodista –dicen las malas lenguas– esconde un filólogo frustrado o por esa tentación tan humana de buscarle tres pies al gato, el caso es que, con la fiebre electoral de las últimas semanas, reparé en que hay palabras que hemos ido pervirtiendo con el paso del tiempo.
Y no por un uso abusivo, sino porque quienes están llamados a dignificarlas ignoran, o lo que es peor, desprecian su verdadero significado. ¿Será consciente cada candidato a las urnas del origen de este término? La etimología nos dice que el vocablo latino candidatus designaba a “el que viste de blanco”, en referencia al color de la toga de cuantos aspiraban a un cargo público en la antigua Roma. El blanco encarnaba la pureza y honradez exigidas a aquellos que optaban a representar al pueblo.
Hoy, entre los desvergonzados y corruptos que pueblan el anfiteatro de la política actual, la candidez cotiza a la baja. Lo de actuar “sin malicia ni doblez” parece haber sido relegado definitivamente al Diccionario de la RAE. A estas alturas del desencanto, uno ha llegado a pensar que blanco, lo que se dice blanco, ya solo queda el Toyota de Esperanza Aguirre.
Sin embargo, por más que ciertas palabras mientan, en apenas cuatro años –incluso antes–, habrá otros que se hayan arrogado tan dudoso privilegio: los candidatos.
En el nº 2.943 de Vida Nueva