CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
Poco menos que de osadía e inconsciencia se ha juzgado la pretensión de pregonar, a todas luces, un tiempo en el que ha de tener puesto de preferencia el gozo y la alegría. Primero vino la exhortación Evangelii gaudium, el gozo del Evangelio. Después, y dirigida particularmente a las personas consagradas, la carta Testigos de la alegría. El gozo es obligación de aquel que quiere anunciar la buena noticia, el Evangelio; y la alegría, de quien ha hecho de su vida una entrega incondicional a Cristo, causa y razón del sentirse contento. El Señor ha estado grande con nosotros, y ese agradecimiento se muestra haciendo partícipes a los demás de la vocación que se ha recibido.
¿Qué extraño virus es el que nos ha contagiado de un extraño y peligroso optimismo? El mundo está lleno de conflictos, la humanidad rota y dolorida por tantos y tantos sufrimientos inexplicables, multitudes de hombres y mujeres que pasan hambre, que no tienen casa ni salud, ni escuelas donde formar a los hijos, ni hospitales para curar a los enfermos, ni trabajo para ganarse el pan de cada día… ¡Y nosotros tan contentos!
¿Inconscientes, frívolos, indiferentes, malvados…? ¿Puede encontrarse la explicación en el convencimiento de que la buena noticia, el Evangelio, y una vida generosa y completamente entregada a Dios y al servicio de los hermanos más débiles, contribuyen eficazmente a encontrar caminos de justicia, de paz, de misericordia?
Ya lo recordaba san Juan XXIII: en lugar de profetas de calamidades, espléndidos testigos de la alegría y fieles servidores de la misericordia; en vez de funestos presagios, mensaje de esperanza.
Es verdad que no tiene muy buena prensa este pregón de alegre esperanza. Suena a utópico clarinazo para una fiesta sin sentido y revestida de andrajos sobre los que se quieren poner paños calientes de evasionismo y, en definitiva, un sarcasmo hiriente y también impresentable.
Si se acude a las fuentes del origen de las palabras, resulta que la alegría tiene connotaciones de inteligencia, vivacidad, fortaleza de ánimo. Es un estado de bienestar interior, no tanto porque las cosas le vayan a uno más o menos bien, sino porque se ha empeñado en buscar caminos que significan un denodado y consciente esfuerzo por conseguir la paz con uno mismo y en un horizonte de universalidad. La alegría es patrimonio de la humanidad y nadie tiene derecho a robárnosla. No es simplemente un noble sentimiento que se desea compartir. Es impulso para una tarea urgente en ese esfuerzo por encontrar ese auténtico estado de bienestar que tiene como asiento imprescindible la justicia.
En el trato con Dios no hay tristeza ni amargura, sino alegría y paz, dice la Escritura. La persona creyente tendrá que buscar motivos y razones para esa tan sensata alegría y, una vez encontrados, compartirlos con los hombres y mujeres que transitan por este mundo con ansias de esperanza y de felicidad, pero que no siempre aciertan a encontrar los caminos adecuados.
En el nº 2.949 de Vida Nueva