FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España
Realmente, a la hora de enjuiciar noticias o de conmemorar efemérides, la vara de medir en nuestra querida España es, cuando menos, un tanto arbitraria, por no decir que bastante sectaria, aunque lo cierto es que peca de muchos defectos menos del de la improvisación.
Ejemplos, los que se quieran y en los más diversos campos. Aunque prácticamente ya no es noticia, en las zonas de Oriente Medio controladas por el fundamentalismo islámico prosiguen diariamente los asesinatos masivos de los cristianos, la ocupación de sus casas y de sus tierras, la destrucción de sus iglesias y su rico patrimonio histórico y artístico, amén del secuestro de sus esposas e hijos para destinarlos a la esclavitud sexual o a su venta en los mercados de esclavos que funcionan en las zonas ocupadas por estos bárbaros criminales.
Esta persecución olvidada, cuando no ignorada, obliga a millares de cristianos a huir buscando un refugio que les es negado por los gobiernos de los países mayoritariamente cristianos de Europa, que cierran sus fronteras a la llegada de los refugiados de guerra, discutiendo, como si de ganado se tratase, el reparto de las cuotas de entrada de estas pobres gentes, muchos de ellos hermanos en su fe.
El exilio masivo de estas poblaciones deja sin cristianos, paradójicamente, las tierras origen de nuestra religión y exterminan las mismas lenguas y culturas en las que predicó y vivió su vida Jesús. Se cumple así un propósito perseguido desde hace años por las élites musulmanas del petróleo, que no es otro que el de descristianizar la Tierra Santa, siguiendo la norma que aplican en sus países, donde están prohibidas y perseguidas las prácticas de cualquier religión que no sea la musulmana, situación totalmente diferente a la implantación en Europa de mezquitas sufragadas por los petrodólares, donde no solo en muchas de ellas se practica y justifica la guerra santa, sino que nunca escuchamos una condena pública del terrorismo islámico. Una triste realidad, alejada de cualquier atisbo de justa reciprocidad.
De fronteras adentro, el escenario no es precisamente alentador. Las fuerzas públicas emergentes toman como sus primeras decisiones el no asistir a ningún acto institucional que se celebre en un templo católico, aunque se trate de tradiciones seculares, como es el caso de la ofrenda del Reino de Galicia que se presenta en la catedral de Lugo, o la negativa a intervenir en el Voto al Apóstol de la catedral de Santiago; por citar tan solo dos ejemplos del llamado laicismo que, simplemente, encubre un renacer del anticlericalismo decimonónico de tan mal recuerdo como el del integrismo religioso cerrado a cualquier apertura de las corrientes, extremos ambos que tanto dañarían nuestra convivencia como nación.
Dos líneas en los periódicos y ninguna imagen en las televisiones despachan la rendición de cuentas que de las actividades de la Iglesia presenta la Conferencia Episcopal. Ningún titular, ningún comentario, ninguna tertulia, ningún editorial en prensa, radio o televisión informa a los españoles de la labor que llevan a cabo las instituciones de la Iglesia en España en materia asistencial, hospitalaria, educativa, e incluso cultural y turística, ayudando y acompañando a millones, digo bien, millones de personas que, en su soledad, enfermedad, pobreza o marginación, tan solo encuentran el amparo de la Iglesia.
Pero sí, diariamente, los medios de comunicación siguen destacando declaraciones e informaciones relativas a la necesidad de acabar con los privilegios fiscales de la Iglesia, o la urgencia de derogar los Acuerdos con la Santa Sede, o implantar una laicidad que reduzca la religión al ámbito de lo privado, o, para no cansar más al lector con este catálogo de desatinos, sencillamente cerrar al culto la catedral de Córdoba e iniciar una intervención decidida en las propiedades de la Iglesia.
Marchémonos todos felices de vacaciones y sigamos filosofando despreocupadamente sobre la inexpugnabilidad de las murallas de Bizancio. Vayámonos de este modo seguros de que los malos augurios solo son expresión molesta de hastiados pesimistas.
En el nº 2.950 de Vida Nueva