El dedo en la llaga

sacerdote bautizando a una chica en una capilla

sacerdote bautizando a una chica en una capilla

ANDREA GRILLO, profesor de Teología Sacramental en el Pontificio Ateneo de San Anselmo (Roma)

El artículo de Pablo d’Ors en Vida Nueva, escrito con inconfundible y verdadera pasión de sacerdote y gran escritor, mete el dedo en la llaga de la tradición teológica. En su delicada función de mediación del Evangelio, los sacramentos corren el riesgo de convertirse en un simple “sello institucional”, perdiendo su fuerza significativa y, por eso, incapaces de tocar la experiencia de las personas. Una teología sin sujeto es una de las ambiciones de todo “antimodernismo”; pero se trata de un recurso de corto aliento y sin verdaderas referencias culturales y experienciales. Digámoslo con claridad: una teología así no puede proponerse.

El escándalo que d’Ors ha propiciado por escribir ese artículo está motivado por esta absoluta indiferencia ante el sujeto, que de hecho está implicado en el anuncio y en la revelación. Una “teología autorreferencial” es posible solo si se entiende el sacramento “en sí mismo”, como si su razón no fuera el propter homines.

Pero ya E. Jüngel había hecho notar hasta qué punto el oficio del teólogo obedecía a dos imperativos: el de “ofrecer clarificaciones” y el de “salvar los fenómenos”. Una sola cosa resulta fácil, pero junta con la otra es ya más difícil. Para ello se necesita coraje y una escrupulosa honestidad. Con su propio estilo, d’Ors se inclina clara y justamente por esta nueva exigencia de coraje y honestidad en una teología que “explica” e “ilumina” el sacramento.

Si el sagrario se convierte para la Iglesia en una excusa para no ser “cuerpo de Cristo”, entonces el sagrario se convierte en un escándalo y desevangelio. Pero hay todavía más. La relación entre “sustancia” y “accidentes” de la tradición eucarística no logra devolvernos hoy adecuadamente la gran tradición celebrativa y espiritual. Y es que el pan y el vino no son simples “accidentes” de la sustancia, sino mediaciones decisivas para que el cuerpo de Cristo sacramental se convierta en cuerpo de Cristo eclesial.

Con toda razón, Pablo d’Ors nos invita en este sentido a no tener miedo a las novedades de la cultura moderna y de la reflexión contemporánea, que pueden traer un gran beneficio a la tradición sacramental y eclesial.

Demos un ejemplo significativo. De modo diferenciado y muy articulado, la antropología moderna nos ha mostrado hasta qué punto el hombre y la mujer se humanizan por medio del “aprendizaje de la comunión”, que atraviesa sus experiencias humanas más elementales. Esto significa que la comunión vive de nutrición, de higiene, de sexualidad… El pensamiento moderno nos ha hablado, en este mismo sentido, de las distintas fases que se dan en el desarrollo del niño: una fase “anal”, una “oral” y una “genital”. El “baño”, la “mesa” y el “lecho” son signos históricos e institucionales de todas estas “fases”, que todo sujeto atraviesa de un modo u otro para ser el mismo.

Podríamos preguntarnos qué atención han prestado los antiguos y medievales a estas “lógicas de la comunión”. Su atención era bastante escasa y, en cualquier caso, diversa de la nuestra. En santo Tomás leemos, no sin sorpresa, que solo la generatio tiene una dimensión de comunión, mientras que la commestio y la effusio no tienen otra razón que la individual.

Hace falta coraje

¿Cómo podemos comprender hoy la Eucaristía sin dejarnos enriquecer por esta nueva comprensión del hombre y de Dios? Pablo d’Ors tiene razón cuando dice que hace falta coraje para plantear y vivir todo esto. El miedo, por contrapartida, nos puede hacer creer que todo lo que hay que entender puede encontrarse en el Catecismo. Por otro lado, es cierto que la teología prefiere a menudo la magia a la comprensión.

Más allá de su tono provocador, es preciso reconocer, por otro lado, que el texto de d’Ors se inserta en la tradición “católico-romana” más auténtica, interesada por encontrar las “razones universales” del sacramento, remarcando así la dimensión antropológica del propio sacramento.

Sería demasiado fácil tachar las palabras de d’Ors de “heterodoxas”. Así lo harán, ciertamente, todos los timoratos defensores de una tradición que ya no comprenden. Es preciso reconocer, sin embargo, que al modo y manera en que debe hacerlo un novelista, d’Ors ha puesto el dedo en la llaga. Decir que no hay tal herida es el típico gesto de quienes piensan que la teología debe restaurar estatuas de mármol.

En el nº 2.956 de Vida Nueva

 

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