Servir y gobernar

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de Sevilla CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

Ahora que estamos cada dos por tres convocados a las urnas y a la elección de nuestros gobernantes, no estará mal dedicar un poco de tiempo para reflexionar acerca de los electores y de los elegidos, de los que tienen la responsabilidad ciudadana de participar en los comicios democráticos, y de quienes van a asumir los deberes a los que obliga el noble oficio de gobernar, de trabajar por el bien de toda la comunidad.

Ni se trata de tirar a nadie de las orejas ni de dar unos consejillos paternalistas, sino de recordar algunos principios fundamentales para quienes han de ejercer la función pública, que no es otra que la de servir y gobernar. No se puede separar el servicio de la gobernanza, pues si se divorciaran, se olvidaría el principio de subsidiariedad y querría hacerlo todo uno mismo sin dejar lugar a la participación de cada cual. Si se escuchara la preocupación del pueblo y no se tomaran las decisiones oportunas para que se respetaran las leyes y se pusieran en marcha aquellos instrumentos necesarios para el bienestar de los ciudadanos, sería responsable de apatía y dejación del ejercicio de la autoridad.

Cuando se empeña en hacer la propia voluntad olvidando el bien común, se convierte en un ególatra autosuficiente que se ha puesto el yo como filacteria y ya no puede ver en ese espejo retrovisor que todos llevamos delante nada más que la propia cara. Si se añade la vanidad y la autocomplacencia, más que dirigente será así un ridículo figurón en el gran teatro de la vida social.

La corrupción, virus tan extendido y nefasto, aparece en actividades diversas. Desde poner la mano en la bolsa común hasta dejar de ser lo que uno es. Vamos, que lo habíamos elegido como servidor y ahora se preocupa solo de ser servido. Trabaja para sí mismo más que para los demás. Desestabiliza y adultera el buen nombre de la vida política y de la función pública. Utiliza indebidamente los recursos del fondo común y expolia lo que pertenece a la comunidad. Es administrador y se considera propietario.

Ahora viene la prevaricación, que es hacer dejación de las obligaciones que como gobernante ha de ejercer. Hace discursos, pero no gobierna, no promueve las leyes necesarias y exige el debido cumplimiento. No tiene en cuenta el principio de corresponsabilidad ni el de la subsidiariedad. Y la autarquía está servida.

Gracias a Dios, la vida política no es un sainete, ni los intérpretes esas caricaturas que hemos presentado en la pasarela de los impresentables.La mayoría son personas entregadas, gentes con garantía de probidad, responsables y consecuentes con la función que han asumido, leales a su pueblo y trabajando por el bienestar de todos. La vida pública es como una sinfonía en la que cada cual tiene que olvidarse de sí mismo y estar pendiente de la armonía del conjunto. Siempre hay alguno que desafina y desacredita el nombre de la orquesta. Es decir, de la reputación de la clase política.

En el nº 2.958 de Vida Nueva

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