Primero nuestra casa

En su carta encíclica Laudato si’ el papa Francisco exhorta a cuidar “el planeta Tierra”, que él llama “nuestra casa común”.

Desde el primer capítulo expresa este propósito y afirma que, antes de reconocer cómo la fe aporta nuevas motivaciones y exigencias frente al mundo del cual formamos parte, debemos detenernos a considerar lo que está pasando en nuestra casa común. Y por cierto, están pasando cosas tan preocupantes como el cambio climático, el deterioro de la calidad de la vida humana, el daño ecológico, la degradación social y la inequidad planetaria.

Frente a los planteamientos del papa Francisco surgen de inmediato numerosos interrogantes y preocupaciones: si de verdad el planeta Tierra es nuestra casa común, ¿cómo justificar el enorme costo de los programas y viajes espaciales? ¿Qué utilidad práctica tiene el saber que en planetas situados a ciento y miles de años luz de nosotros puedan existir seres vivos o, al menos, condiciones favorables a la existencia de la vida?

Todo parece indicar que en el ámbito de nuestro sistema solar los científicos no han encontrado indicios de otras civilizaciones, ni siquiera posibilidad de supervivencia de seres humanos. Hablamos, entonces, de medio siglo de exploraciones infructuosas.

Pero los entusiastas de la iniciativa SETI (Search for extra-terrestrial intelligence) constatan que las búsquedas no han sido ni lo suficientemente extendidas en el cielo ni lo suficientemente sensitivas para detectar señales emitidas por tímidas o lejanas civilizaciones extraterrestres, razón por la cual tienen ahora en la mira la exploración de todo el universo, infinito y distante, en el que una nave espacial emplearía miles de años luz para aproximarse a nuevos astros y nuevas galaxias.

Y mientras los países altamente desarrollados gastan sumas increíbles en sus planes y programas espaciales, el planeta Tierra, que es nuestra casa común, se va deteriorando y las condiciones de vida de millones de seres humanos son cada vez más precarias.

Por eso, sin desconocer el interés y el mérito científico de las grandes hazañas logradas hasta hoy por los vuelos espaciales tripulados y no tripulados, por los satélites artificiales que orbitan alrededor de la Tierra, por las sondas científicas como la New Horizons, que nos envió los primeros datos sobre el planeta enano, Plutón, nos queda el sabor amargo de tener que admitir todo lo que falta en nuestra “casa común”.

Mirando algunos datos estadísticos encuentro, por ejemplo, que alrededor de 805 millones de personas en el mundo no tienen suficientes alimentos para llevar una vida saludable y activa: que tres millones de niños mueren en el año por deficiente nutrición y en Asia dos tercios de la población padece hambre.

Que más de mil millones de personas en el mundo viven en condiciones de pobreza extrema y carecen de vivienda y agua potable.

Añadamos a lo anterior el hecho de que 781 millones de personas adultas son analfabetas, lo que equivale al 16% de la población del mundo.

“La interdependencia, dice el Papa, nos obliga a pensar en un solo mundo, en un proyecto común. Pero la misma inteligencia que se utilizó para un enorme desarrollo tecnológico no logra encontrar formas eficientes de gestión internacional en orden a resolver las graves dificultades ambientales y sociales que no pueden ser resueltas por acciones de países aislados” (164).

Los países altamente desarrollados que invierten sumas astronómicas sondeando el espacio y buscando conocer mejor el universo harían bien en preocuparse por crear en esta nuestra casa común una mayor equidad y mejores condiciones de vida.

Necesitamos, entonces, “cambiar el modelo de desarrollo global”, lo cual implica reflexionar responsablemente sobre “el sentido de la economía y su finalidad para corregir sus disfunciones y distorsiones” (Benedicto XVI).

Monseñor Fabián Marulanda. Obispo Emérito De Florencia

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