Tribuna

La teología de la ternura

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura GIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

n su carta a un joven católico, el escritor alemán Heinrich Böll, ganador del Nobel en 1972, advertía: “Lo que le ha faltado hasta hoy a los mensajeros del cristianismo de toda proveniencia es la ternura”. Debe reconocerse que, con el magisterio del papa Francisco, esta dimensión antropológica fundamental ha vuelto a la agenda de la pastoral eclesial, ya sea bajo el sinónimo de “misericordia” o como título explícito, como ocurre por ejemplo en Evangelii gaudium, donde el término “ternura” aparece una decena de veces. Este término pertenece a la misma familia que el adjetivo “tenue”. Nos encontramos, pues, frente a algo delicado.

Ilustracion-Tomas-de-Zarate-VN-2961En el Antiguo Testamento, culturalmente patriarcal y machista, la ternura divina se confía a los símbolos maternos. Es célebre el paradójico soliloquio divino evocado por Isaías: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré”. Sorprende descubrir en un terreno aparentemente tan viril, vigoroso e incluso violento como el que refleja el Antiguo Testamento el florecimiento de las emociones y de las relaciones delicadas, trasponiendo la experiencia de los enamorados a la del mismo Dios.

El amor es, por otro, lado la analogía fundamental para hablar de Dios, como demuestra san Juan con su inolvidable definición: “Dios es amor”. En nuestro lenguaje común, cuando vemos cómo surge el amor entre dos novios decimos que “hay ternura entre ellos”. Por ello, el discurso sobre Dios, la “teo-logía”, tiene siempre que trenzar el lógos con el pathos, es decir, la razón y la pasión, la sistemática y la mística, el dogma y la experiencia.

Ya en la teofanía del Antiguo Testamento la divinidad que entra en escena y atraviesa la experiencia humana se revela como un Dios “patético”, bien lejos del motor inmóvil aristotélico. La verdad y el amor, en cualquier caso, deben ir de la mano en una mezcla constante para evitar caer en una forma de vivir la devoción excesivamente sentimental. La fe apasionada no deja nunca de echar el ancla en la doctrina.

Ofrecen un antídoto a las imágenes devocionales excesivamente “patéticas” cualquiera de los iconos rusos conocidos como “Madre de Dios de la Ternura”, en los que el pequeño Jesús dirige su rostro hacia la mejilla de María, quien mantiene la cabeza inclinada sobre él mientras aprieta su cuerpecillo con las manos. La escena se desarrolla en un clima de sobriedad, incluso de hierática solemnidad.

Estos iconos se llaman en griego eléous (del sustantivo éleos, derivado del verbo eleéin, dos vocablos presentes unas sesenta veces en el Nuevo Testamento) o glykophílousa, es decir, “amante de la dulzura”. En eslavo eclesiástico se les dice umilénie. Constituyen la encarnación del arte de la caricia que manifiesta “los dos pilares del amor de Dios, la cercanía y la ternura”, como decía el papa Francisco.

La ternura de estos iconos rusos a menudo está exaltada por el espectro cromático intenso e incluso enérgico. Es una ternura que siempre tiene una matriz espiritual, como testimonia uno de los santos rusos más populares, Sergio de Radone, quien vivió en el siglo XV: “Cuando estoy triste, la Madre de Dios llora conmigo. Cuando mi ánimo está feliz, la Madre de Dios sonríe conmigo. Cuando me siento pecador, la Madre de Dios intercede por mí”.

En el nº 2.961 de Vida Nueva