ALBERTO INIESTA | Obispo auxiliar emérito de Madrid
Hasta los demócratas ateos deberían dar gracias a Dios por la celebración del Concilio Vaticano II, que en diciembre celebra el cincuentenario de su clausura. Esta paradoja la he escrito aquí ya alguna vez, y hasta en un libro, de cuyo nombre no quiero acordarme, para no hacerme propaganda.
Naturalmente, la celebración del Concilio fue un acontecimiento que bien merece que le demos algún tiempo a reavivarlo y revivirlo. Pero, además, en España tenemos un motivo añadido para celebrarlo, dada la coyuntura histórica de la transición política.
Los obispos iban convencidos de que sería un concilio breve, pero Juan XXIII abrió las ventanas de San Pedro, y entró el viento del Espíritu Santo, que se llevó los papeles ya preparados por la Curia, y hubo que inventar otros nuevos. Y eso llevaría tiempo. Entretanto, murió Juan XXIII; y tuvo que coger el timón un demócrata de familia, Pablo VI, que llevó a término el Concilio, después de cuatro sesiones y casi cuatro años de duración.
Los obispos españoles volvieron renovados, dispuestos a rejuvenecer la Iglesia española, preparándola a largo plazo para las reformas políticas necesarias, de acuerdo con las líneas del Concilio.
El altar cara al pueblo y la lengua vernácula en la liturgia; las conferencias episcopales, en sustitución de las antiguas formadas solo por arzobispos; los consejos diocesanos y los consejos parroquiales; la Doctrina Social de la Iglesia, el acento ecuménico, etc.
Al mismo tiempo, entre nosotros serviría de preparación para el llamado milagro español de la transición política, pasando de manera pacífica de una dictadura personal a una democracia constitucional.
¿Cuándo habrá un Vaticano III? Dios quiera que sea pronto. El mundo ha cambiado mucho en medio siglo.
En el nº 2.965 de Vida Nueva