Campo deportivo de la St Mary’s School (Nairobi)
Tumsifu Yesu Kristu! (¡Alabado sea Jesucristo!)
(Milele na Milele. Amina.) (Ahora y por siempre. Amén.)
Queridos hermanos sacerdotes,
Hermanos y hermanas de vida consagrada,
Queridos seminaristas:
Me alegra mucho estar con ustedes, ver la alegría en sus rostros y escuchar sus palabras y sus canciones de gozo y esperanza. Agradezco a monseñor Mukobo, al padre Phiri y a la hermana Michael Marie por las palabras de bienvenida que me han dirigido en nombre de todos ustedes. Quisiera también agradecer a las Hermanas Felicianas su hospitalidad.
Antes que nada, les doy las gracias por la contribución activa que tantas personas consagradas y sacerdotes ofrecen a la Iglesia y a la sociedad keniata. Les pido que lleven mi afectuoso saludo a todos sus hermanos y hermanas que no han podido estar hoy con nosotros y, sobre todo, a los ancianos y enfermos de sus comunidades.
“Dios, que comenzó a hacer su buena obra en ustedes, la irá llevando a buen fin hasta el día que Jesucristo regrese” (Flp 1,6). Esta tarde me gustaría hacer mía esta sentida oración del apóstol Pablo, agradeciendo el servicio fiel al Señor que ustedes realizan en medio de su pueblo.
Cada día, yendo a los hospitales y a las casas de los enfermos, de los que sufren, de los pobres y de los marginados, ustedes proclaman la misericordia y la amorosa compasión de Dios. En las parroquias, escuelas e instituciones educativas, trabajan para educar a los jóvenes como cristianos y como ciudadanos honrados. Vale la pena estos esfuerzos. Ustedes ayudan asimismo a construir la vida espiritual y moral de la sociedad sobre los sólidos cimientos de la honradez, la justicia, la solidaridad y el uso responsable de la libertad. De manera especial, realizan su servicio como signos vivos de la comunión de la Iglesia, que abarca a todos los pueblos y lenguas, sin excluir a ninguno y buscando la salvación de todos.
A todos ustedes les pido que custodien su vocación como un don de Dios y que mantengan siempre viva la llama de su celo. Esta exhortación va dirigida especialmente a los religiosos, religiosas y a las demás personas consagradas aquí presentes. Sus jóvenes corazones han sido inflamados por la belleza de una vida que camina tras las huellas de Cristo, dedicados a Dios y al prójimo. Renovando su “sí” cada día al llamado del Señor, para seguirlo en la castidad, pobreza y obediencia evangélicas, le entregan todo lo que tienen y todo lo que son. Aunque vivimos y ejercemos nuestro apostolado en el mundo, nuestros corazones deben estar orientados hacia el cielo.
Que la oración personal, litúrgica y comunitaria, sea el centro de su jornada. Quisiera ahora agrade cer también a los consagrados y consagradas que viven en clausura su apostolado escondido, que contribuye tanto a la fecundidad de la misión de la Iglesia en este país.
Queridos hermanos sacerdotes, su misma vocación los llama, a imitación de Cristo Buen Pastor, a salir en busca de los pobres, de los enfermos y de cuantos necesitan la misericordia de Dios. Esta es la fuente de nuestra alegría, ser heraldos y ministros de su compasión y amor por todos, sin distinción. En medio de las muchas obligaciones y ocupaciones del ministerio pastoral, la oración, la fraternidad sacerdotal, la unión de mente y corazón con sus obispos, y el recurso frecuente a la gracia del sacramento de la Penitencia, deben ser la fuente de su fortaleza y un baluarte contra la sutil tentación de la mundanidad espiritual. El Señor nos llama a ser ministros de su gracia, a pesar de nuestras limitaciones y debilidades. Él, como nuestro eterno y Sumo Sacerdote, perfeccionado mediante el sufrimiento (cf. Hb 2,10), fortalecerá su testimonio con el poder transformador de su cruz y la alegría de su victoria eterna.
Queridos jóvenes seminaristas, también a ustedes los llevo en mi corazón. Estos años de preparación y discernimiento constituyen un tiempo de gracia para descubrir la voluntad de Dios en sus vidas. Esto exige por su parte sinceridad, conocimiento de sí y rectitud de intención. Y debe, además, estar sostenido por la oración personal y la libertad interior, para no caer en la búsqueda del propio interés o de apegos indebidos. Sobre todo, debe ser un tiempo de alegría espiritual, la alegría que brota de un corazón abierto a la voz de Dios y humildemente dispuesto a sacrificarlo todo por el servicio de su pueblo santo.
Queridos amigos, el Evangelio que predicamos y nos esforzamos en vivir no es un camino fácil sino estrecho, pero que llena el corazón de una alegría indescriptible. Una vez más, haciéndome eco del Apóstol, les aseguro que “siempre que rezo por ustedes, lo hago con gran alegría” (Flp 1,4). Les pido que, por favor, recen por mí, a la vez que yo los encomiendo al amor infinito que Cristo Jesús nos ha revelado. A todos ustedes, con gran afecto, les imparto mi bendición.
Mungu awabariki! (¡Que Dios los bendiga!)
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ESPECIAL: Viaje del papa Francisco a Kenia, Uganda y República Centroafricana
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