JUAN MARÍA LABOA, sacerdote e historiador | Transcurridos 50 años de posconcilio, podemos vislumbrar con claridad las consecuencias de la confrontación intraeclesial entre tradición y progreso y, en estos años del pontificado del papa Francisco, contemplamos cómo los valores del Concilio van clarificándose y la conciencia eclesial termina por asumirlos con creciente naturalidad. Gran parte de los cristianos hemos vivido el Concilio y su, a veces, traumática recepción, no ciertamente como un proceso de ruptura o discontinuidad con el Evangelio y la Tradición, sino como una purificación de tantos añadidos, interpretaciones e incrustaciones propias de la mentalidad medieval, postridentina y del siglo XIX, con el fin de enunciar la fe antigua con un lenguaje inteligible para la humanidad contemporánea.
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Nunca en la historia ha sido posible conocer tan en directo los momentos de inflexión y renovación de una institución, contemplar una evolución en la que se definen con nitidez sus preocupaciones, propuestas y análisis, la situación de sus miembros y sus divergencias, tal como ha sucedido en la Iglesia católica.
Estos 50 años han resultado, en muchos sentidos, dramáticos para la Iglesia, pero en otros muchos, tras un cambio espectacular que no se puede desconocer, llenos de riqueza y de gracia.
Juan Pablo II se consideró parte del Concilio, pero lo reinterpretó a ratos sin complejos. Benedicto XVI, valiente teólogo conciliar, mantuvo un contencioso peculiar hasta el mismo día de su renuncia; y Francisco, siendo el primer papa que no ha tenido relación directa con el Vaticano II, se refiere a él con frecuencia, con veneración y como punto de referencia. ¿Qué hemos ganado o perdido en esta Iglesia nuestra tras la mayor y más conocida Asamblea conciliar de la historia?
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