JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
Bueno, ya está. Los ojos de nuestro querido don Alberto se apagaron el 3 de enero, apenas encendido el año. Tenía prisa. Lo confesó días antes de Nochebuena, tras una crisis que le mantuvo hospitalizado y de la que, en Vida Nueva, temimos que ya no saldría. Pero salió, con ese buen humor de siempre, aunque preguntándose qué hacía él todavía entre los vivos. “¿No tendrá prisa por morirse, verdad, don Alberto?”. “Bueno, un poco sí”, dijo, sin falsa congoja y con el convencimiento del que espera pronto ir al abrazo definitivo.
En realidad, la prisa, que no parecía casar con su carácter reflexivo, la debió de tener casi toda su longeva vida, incluso cuando tonteaba con oficios mucho más terrenales. De cura, sus prisas venían por contagiar aquel amor que le había retirado de oficinista a los seminaristas de Albacete. Y como pastor, tenía prisa por desenvolver el Evangelio del embalaje del nacionalcatolicismo.
El Vaticano II actuó en él como un catalizador, e incluso un talante aperturista como el de su admirado cardenal Tarancón hubo de refrenarle cuando “el bueno de Alberto” irritaba con sus homilías los muy peligrosos estertores del franquismo. Tuvo prisa también por hacerse pequeño y desaparecer cuando faltó Tarancón, prisa por anularse adelantando el trabajo que otros harían con más ahínco. Y prisa, finalmente, por preparase a morir, lo que lleva su tiempo, y que no le impidió apresurarse semanalmente a coger un teléfono con el que acompañar desde el amor a la vida la convalecencia de algún enfermo.
Sabíamos que no estaba lejos el momento de su marcha. Pero no teníamos ninguna prisa. Lo que ya siempre permanecerá con nosotros es su mirada, esa que paseó con delicadeza y amor sobre Dios, sus criaturas todas y su amada Iglesia.
En el nº 2.971 de Vida Nueva
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