¿Por qué culpar a Dios?

Isabel Corpas de Posada, teóloga

Isabel Corpas de Posada, teólogaISABEL CORPAS DE POSADA | Teóloga

¿A qué horas se coló en nuestro imaginario religioso esa imagen de un Dios que es el último culpable de la muerte de las personas y, por consiguiente, el causante de la enfermedad y de los desastres naturales que padecemos? Pero parece que verdaderamente no reparamos en que Dios no dispara el arma que porta la bala asesina, tampoco desata epidemias, no ordena la división desordenada de células en los tumores cancerosos, no obstruye tampoco los vasos sanguíneos para producir un paro cardiaco. La muerte es parte del ciclo vital de todos los seres vivientes, que nacen, crecen, se reproducen y mueren.

Ni manda enfermedades. Que son obra de la naturaleza que se equivoca o que en algún momento se defiende. O son causadas por los seres humanos cuando son capaces incluso de atentar contra la salud propia o la ajena. Y no son obra de Dios los desastres naturales que vemos cada día en las pantallas de nuestros televisores: los terremotos, los tsunamis, las sequías, las inundaciones. Son obra de la naturaleza.

Como tampoco son obra de Dios los desastres ocasionados por la injusticia y la falta de solidaridad, el egoísmo y la violencia, la deshonestidad y la envidia que Dios no puede evitar porque respeta la libertad humana y la decisión de hombres y mujeres de actuar en contra de otros hombres y mujeres o de atentar contra el ecosistema.

Pero, entre unos y otros, terminamos echándole a Dios la culpa del mal porque creemos que es omnipotente y que responde por todo lo que pasa en nuestro mundo. Es una imagen propia de la religiosidad popular que genera temor en lugar de amor.

Un Dios en quien muchos prefieren no creer porque tiene la culpa del mal y porque lo permite, a pesar de ser todopoderoso. Pero ese no es el Dios que Jesús nos muestra con su vida. El mismo que se revela en la historia de un pueblo –el pueblo de Israel– y en la persona de Jesús. Y que, porque nos ama, se comunica con nosotros, sale a nuestro encuentro, camina con nosotros.

En el nº 2.974 de Vida Nueva

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