MARÍA AURELIANA AGUIRRE RODRÍGUEZ DE GUZMÁN | Hija de la pasión de Jesucristo y María Dolorosa
Los días antes de la venida del Papa a México, ya se notaba en las comunidades cristianas un ambiente de confianza, porque, en medio de las dificultades que oscurecen la vida diaria aquí, esperábamos a alguien que nos transparentara el amor de Dios y nos hablara de futuro.
Al llegar, cuando Francisco se define como misionero y peregrino, la alegría crece, lo sentimos cercano, sensible a nuestra realidad y cada vez más coherente. Desde el momento en que sale al exterior de la Nunciatura, seguimos comprobando que es un pastor, no un personaje, y logra un profundo silencio en todos, invitándonos a recordar en oración los rostros de “los que amamos, los que no amamos, los que nos aman, los que no nos aman y los que nos han hecho algún mal”… Y nos pide hacer esto cada noche.
Al día siguiente, en el Palacio Nacional empieza a poner el dedo en la llaga y, en la catedral, habla como profeta a sus hermanos obispos, pidiéndoles la conversión diaria, uniendo el anuncio con la denuncia.
En la Basílica de Guadalupe, con su rato largo de contemplación ante la Virgen, nos dejó impresionados: ¿Qué es esto? ¿Qué hace? ¿Qué pensará? ¿Qué sentirá? Y, como tarda, llegamos a “ver” que de su experiencia mística surge el valor para la profecía y se atreve a hacer y decir lo que en su profunda oración ha vivenciado.
Los días están llenos de actividad, podría estar agotado, pero está feliz porque es un hombre de Dios y se retroalimenta en su profundidad. Me conmueve su atención a los enfermitos de cáncer, pues no es teatro, sino experiencia que contagia hasta la emoción. Y nos habla de la memoria (actualización) de la acción salvífica de Dios en la historia, que continúa hoy, aquí y que debe continuar a través de nosotros, también llamados a ser místicos y profetas.
Con él hemos vivido el encuentro con los consagrados y nos ha vuelto a convencer, al hablar de la reciprocidad entre oración y vida. No solo es él quien es místico y profeta, sino que nos ha enviado, de manera tierna y contundente, a ser místicas y profetisas… Somos más que los doce apóstoles, podemos convertirnos y acompañar en el camino de la conversión a nuestro pueblo, de la mano de Jesús, abrazados a su cruz, como María.
En el nº 2.977 de Vida Nueva