CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
Algo así como la panacea que va a resolver los difíciles y complejos problemas que aquejan a refugiados e inmigrantes en los países de acogida. Si se integran, todo iría bien o, al menos, mejoraría sensiblemente la convivencia. Pero, ¿en qué consiste la integración?
Tienen un color distinto y hablan con acentos diferentes, pero las angustias y satisfacciones son muy parecidas a las nuestras. Somos de la misma raza y familia de Dios. Detrás de cada persona acogida hay una historia de sufrimiento, de hambre, de indigencia, de imposibilidades ante lo justo y legítimo, de aspiraciones sin esperanza de poder realizarlas. Vinieron porque en su casa, si la tenían, no podían vivir, o porque querían hacerlo con mayor bienestar y seguridad.
El inmigrante, el refugiado es una persona en situación marginal en lo que se refiere a la reivindicación de los derechos que le corresponden (ya sea por su situación irregular, por el miedo a ser expulsado, ignorancia…). Sin embargo, el derecho al trabajo, a la vida social, a una residencia apropiada, a vivir con su familia y a su dignidad como persona, a nadie puede negársele. Será necesaria una legislación justa y adecuada, y una generosa y eficaz política, tanto en el país de origen como en el del receptor, del reconocimiento efectivo de los derechos fundamentales.
Pasar del prejuicio a la integración. Si no se cambia de mentalidad será muy difícil comprender las nuevas situaciones y comportamientos. Las sospechas, los miedos, los recelos son barreras infranqueables. Ciertamente, son diferentes, igual que lo somos nosotros para ellos. La integración no supone anular la cultura, la religión o la idiosincrasia, sino aceptación de la diferencia, la pluralidad, las libres opciones de pensamientos y de creencias.
Tampoco ayuda a la integración el que los inmigrantes se autoaíslen metiéndose en su propio grupo nacional, cultural, religioso. Puede haber –también en ellos– un rechazo y muchos prejuicios sobre nuestra capacidad de acogida. Habrá que hace comprender que no habrá mejor aliado para la seguridad e integración de cada uno que la justicia y la caridad fraterna.
La misericordia no prescinde de la justicia en la caridad, sino que las refuerza y las supera. Desde esa justicia, y con la responsabilidad de nuestra caridad cristiana. La misericordia conduce a la paz. Este es el mejor camino y el ambiente más propicio para una verdadera integración fraterna. Así pues, ayudar a la integración de quien llega a nuestro país es obra de misericordia.
En el nº 2.978 de Vida Nueva