EDITORIAL VIDA NUEVA | La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ha puesto en marcha una Comisión de la Memoria Histórica inédita. Entre otras cosas, porque en su composición ha huido de los extremos. Con la abogada y política socialista Francisca Sauquillo como presidenta, incluye a un sacerdote a este grupo llamado a aplicar la ley promovida por Rodríguez Zapatero en aras de reconocer los derechos de quienes padecieron persecución o violencia en la guerra civil y la dictadura. Este gesto integrador de contar con la Iglesia se ha topado con la oposición frontal de Ganemos Madrid, la plataforma de Podemos que sostiene a Carmena como regidora.
Lamentablemente, la comisión madrileña es solo una isla. En diferentes consistorios y parlamentos autonómicos se están creando equipos de trabajo con un sesgo ideológico y anticlerical que, lejos de reconciliar, parecen buscar reescribir la historia o, peor aún, utilizar el presente para ajustar cuentas del pasado. Frente a estos intentos de confrontación, la sociedad española ha dado en estas más de tres décadas de democracia lecciones permanentes de crecimiento y madurez en la convivencia.
Sirvan los mártires como referencia para mirar atrás. Cuando los cristianos se acercan a ellos, no lo hacen con un afán revanchista a quienes les condenaron, sino para contemplares como ejemplo de misericordia frente a toda venganza. Reconocer a los miles de hombres y mujeres de fe perseguidos durante la primera mitad del siglo XX es una llamada permanente a la reconciliación.
A la Iglesia no le han dolido en prendas
pedir perdón y enmendar los errores del pasado.
Se ha sabido víctima y se ha reconocido verdugo
La Iglesia ha vivido su propio proceso de conversión. Nadie elude que parte de la comunidad católica se alineó con el régimen franquista, como tampoco nadie puede ignorar que desde el Episcopado a la Santa Sede, fue más que una pieza clave en la Transición. De la misma manera, no le han dolido en prendas pedir perdón por los errores cometidos e intentar enmendar el dolor causado. Se ha sabido víctima y se ha reconocido verdugo.
Está claro que las heridas no se curan únicamente a golpe de comisiones quitando o poniendo una estatua o borrando del mapa el nombre a una calle o una estatua. En ocasiones, resucitar estas cuestiones, lejos de promover la justicia, alimenta tensiones.
Las heridas se cicatrizan de verdad cuando se fundamentan en una reflexión compartida para aprender de ellas, para que no se repitan, pero no para recrear escenarios de división y exclusión. No se trata de ignorar lo vivido, sino lo contrario, hacerlo presente desde una reconciliación labrada junto a aquel que piensa diferente, para custodiar juntos desde esa convivencia social en paz una memoria histórica común que, con sus flaquezas y grandezas, pertenezca y sane a todos.
En el nº 2.991 de Vida Nueva. Del 4 al 10 de junio de 2016
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