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Pablo d'Ors, sacerdote y escritor PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor

Hace algunos años, mientras leía un libro, experimenté una para mí desconocida melancolía. Cerré el volumen y cerré los ojos para explorar mejor aquella inesperada visita y, como es natural, tuve que preguntarme de dónde provenía. La respuesta no se hizo esperar: ya no encontraba el gusto a leer, y leer había sido para mí un 50%, sino más, de mi actividad interior. ¿Y por qué ya no me encontraba a gusto leyendo?, tuve que preguntarme de igual modo. Porque un genio maligno se había apoderado de mí y, cuando leía, incapaz de poner imágenes a las palabras que se me brindaban, volaba quien sabe adónde, perdido en mil menudencias y tonterías. Había perdido la capacidad de atención o, lo que es lo mismo, había perdido la posibilidad del amor.

Ilustración: Tomás de Zárate (VN 2994)Leer ha sido para mí muy importante hasta aproximadamente los 35 años. Luego, sin dejar de ser decisivo, la lectura encontró su necesario complemento en la meditación. De este modo, durante algunas horas me llenaba de palabras cada día para, durante otras cuantas y en progresión creciente, vaciarme de ellas. Este dinamismo del llenar y vaciar, este ritmo del dar y recibir es en lo que sustancialmente ha consistido mi vida. Acaso toda vida consiste en eso, aunque la mayoría no lo descubramos hasta la edad adulta o no lo descubramos nunca.

He tenido que cumplir 52 años para darme cuenta de que el misterio de la vida no se agota en este doble movimiento; he tenido que sobrepasar el medio siglo para comprender que hay una tercera vía, además del inspirar y del espirar o del dar y el recibir. Esa vía es la del ser. Ser no es simplemente la armonía entre la suma y la resta, el yo y el tú, la acogida y la donación. Ser implica todo eso, por supuesto, pero también lo trasciende. Si cuando recibes el punto de mira está en el yo, y cuando das ese punto está en el tú, cuando eres… no hay punto de mira. No hay dentro ni fuera. No hay tú ni yo. Hay solo aquí y ahora. Hay solo nada y todo, vacío y plenitud. Ahora comprendo porque estuve durante más de dos años trabajando interiormente con el famoso koan mu. Ahora comprendo que mu hacía su trabajo en mi alma, aunque yo no me diera cuenta. Comprendo, en fin, que un vino nuevo solo permite saborearse en un odre que ha sido completamente vaciado.

En este estado en el que ahora me encuentro, tan maravilloso como frágil, hago la feliz experiencia de la vulnerabilidad. No la trágica experiencia del límite, sino precisamente la feliz experiencia del mismo. Amar ese límite, esa precariedad, me hace finalmente comprensible la abnegación y hasta la abyección, territorios de los que hasta ahora había sido privado. Se experimenta entonces algo tan escandaloso como dulce: el misterioso y constructivo deseo de sufrimiento y de muerte. Y le parece a uno –pobre de mí– que por fin entiende, y vive, el primer peldaño de la escala santa del cristianismo.

Se puede desear el sufrimiento por amor, por ser, por fin lo sé. Ese dolor que se rechaza de niño y ese dolor que se acepta de adulto, ahora, por fin, lo deseo como a un extraño bien, y no solo como un tránsito hacia algo más puro. Ser es la armonía del dar y del recibir y el más allá de esa armonía. Ser es la experiencia de la transcendencia, esos segundos preñados y trémulos que siguen a la espiración y que preceden a la inspiración. Con 52 años sigo leyendo, por supuesto, pero ya no es ni puede ser lo mismo.

En el nº 2.994 de Vida Nueva