Sí, quiero. En mis bodas de plata sacerdotales [extracto]
PABLO d’ORS, sacerdote y escritor
El pasado 11 de mayo celebré mis bodas de plata sacerdotales y, en la eucaristía conmemorativa, renové ante el pueblo de Dios y mis familiares, así como ante el nutrido grupo de Amigos del desierto allí presentes, mis promesas sacerdotales. Respondí con un “sí, quiero” a las tremendas preguntas que se me dirigieron; hoy quiero explicar por qué dije aquellos tres “sí”, tan rotundos.
Orar y celebrar la eucaristía diariamente
Sí, en primer lugar a Dios, es decir, a mi compromiso de orar y celebrar la eucaristía diariamente. Esto significa que deseo positivamente dedicar todos los días una, dos o tres horas al silencio y a la soledad, a la plegaria, a la lectura de la Biblia, a la adoración silenciosa, a la fracción del Pan. Me arrodillaré cada mañana de mi vida, en cuanto suene el despertador. Aunque esté muerto de sueño, aunque me duelan las lumbares, aunque mi fe se haya apagado… He dicho sí a ponerme en sus manos cada noche. Con independencia de mi pecado o de mi virtud. Con independencia de mi salud o de mi enfermedad, de mi éxito o de mi fracaso. Con independencia de mí mismo, todos los días de mi existencia se abrirán y se cerrarán con Dios, ese es el compromiso.
El celibato
“Sí, quiero”, en segundo lugar, al celibato, que es algo mucho más serio que la mera continencia sexual. Yo sé perfectamente que casi nadie entiende esto de la castidad; sé que a casi todo el mundo le parece una estupidez o al menos algo desfasado y hasta inhumano. A decir verdad, yo tampoco lo he entendido del todo durante algunos años, lo confieso. Y, como no lo he entendido bien, tampoco he podido vivirlo como habría debido. Cuando mi vida ha estado centrada en Cristo, sin embargo, cuando mi ser ha estado polarizado en Dios y en el bien de mis semejantes, entonces la castidad no se me ha presentado solo como posible, sino como una auténtica bendición.
Y hasta he mirado con cierta compasión –también esto debo decirlo– a quienes han sido llamados al matrimonio. ¡Pobrecillos!, he pensado al constatar cómo degenera a menudo la vida de pareja, cómo dos personas deben soportarse cuando del amor que sienten el uno por el otro apenas quedan unas migajas, y cómo yo, por fortuna, por gracia mejor, me había librado de semejante condena.
Porque yo tenía –tengo– un espacio y un tiempo de intimidad con Dios y conmigo mismo que ellos –los casados– no tenían, agobiados por la arrolladora omnipresencia, devastadora a mis ojos, de las esposas, los maridos o los niños. También es duro estar casado, he juzgado en mis momentos de máxima lucidez.
Pero también en momentos de lucidez, que alguno tengo, he descubierto que amar a una mujer y ser amado por ella, ser uno con quien realmente quieres, caminar juntos, todo eso es maravilloso y fuente de sentido y plenitud. Hoy entiendo perfectamente que la gente se case, que sueñe con la unidad y que, de alguna forma –tan hermosamente humana–, la viva.
A los matrimonios que se quieren Dios les bendice con los hijos; a los sacerdotes, Dios nos bendice con un pueblo. Mi gente es mi bendición, el modo en que Dios me ama, el mejor rostro de Dios para mí. El celibato sacerdotal está en exacta correspondencia o paralelismo –o así es al menos como yo lo vivo– con la fecundidad pastoral. Claro que nada de todo esto se vive sin contradicciones y luchas. Yo mismo he sido, y en buena medida sigo siendo, un manojo de contradicciones: tan espiritual y tan mundano, tan vanidoso y humilde, tan enamorado del silencio y de las palabras…; y todos estos binomios y otros tantos en el mismo y único movimiento, buscando una armonía, o al menos una reconciliación, que a veces me ha parecido imposible. Es evidente que no soy perfecto –es obvio–, pero es que ha dejado de interesarme la perfección. Quiero ser fecundo, es decir, generar vida a mi alrededor.
En la Iglesia
Por último, con aquel “sí, quiero” con el que renové mi sacerdocio me he afirmado como un hombre de Iglesia. Esto significa que esta vida de oración y de celibato a la que me he comprometido deseo que transcurra en el marco de la comunidad de los cristianos. Más aún: significa que me comprometo a no erigir mi criterio subjetivo en la instancia máxima, sino a obedecer a mis superiores, esto es, a entregar mi libertad por amor. Entregar la libertad, esto suena muy duro. Obedecer, esto suena horrible.
La Iglesia: una palabra y una realidad que para la mayoría ha perdido hoy buena parte de su prestigio, si no todo él. Yo, sin embargo, quiero a la Iglesia, la quiero muchísimo, no soy solo un sacerdote de Cristo, sino que soy y quiero ser un sacerdote de la Iglesia. Ella me envía. Ella me vincula a Jesús de Nazaret y a la comunidad apostólica. Pero, ¿es que no me doy cuenta de los errores que ha cometido y que sigue cometiendo? ¿Es que no veo las muchas tonterías que han dicho y que siguen diciendo nuestros jerarcas? ¿Es que hago oídos sordos a tanta indiferencia, estupidez y hasta perversión que existe en muchos de quienes se dicen Iglesia? Creo que de todo eso me doy cuenta bastante bien, o al menos lo suficientemente bien.
Pero la diferencia entre quienes abandonan las filas de la Iglesia y quienes permanecemos en ellas, aun en medio de toda su incongruencia, es que nosotros, quienes nos quedamos, sentimos que toda esa indiferencia, perversión y estupidez no es solamente de ellos, sino también nuestra. Sí, yo también soy estúpido, e inmoral e indiferente en múltiples ocasiones. Yo no podría pertenecer a una comunidad de justos puesto que mi hoja de servicios –como la de todo el que se mire honestamente– está manchada y, por ende, necesitada de perdón.
Estoy en la Iglesia no porque sea bueno, sino porque necesito perdón. Soy sacerdote de la Iglesia no porque sea santo, sino porque quiero ser para otros ministro del perdón.
Por eso dije “sí, quiero” hace veinticinco años, así como en la celebración de mis bodas de plata, y por eso –con el temor y temblor que da saber que nada puedo por mis solas fuerzas–, humilde pero rotundamente lo ratifico ahora: sí, quiero.
En el nº 2.998 de Vida Nueva.