Martes, 26 de julio de 2016
¡Queridos amigos!
1. Al escuchar el diálogo entre Jesús resucitado y Simón Pedro en el banco del Mar de Galilea, las tres preguntas que allí se formulan sobre el amor y las respuestas a ellas, recordamos la historia de vida del pescador de Galilea que precede la escena descripta y el descubrimiento que se produce en esa conversación. Sabemos que un día él dejó todo: sufamilia, su barco, sus redes… y siguió al Maestro de Nazaret, un Maestro con un estilo bastante diferente. Se volvió Su discípulo. Aprendió Su forma de ver las cosas de Dios y de la gente, a través Su pasión y Su muerte, atravesó un momento de infidelidad y de debilidad personal Más tarde, tuvo la oportunidad de vivir un momento de estupor y alegría al saber a Jesús Resucitado y al presenciar Su aparición a los discípulos más cercanos antes de ascender al Cielo.
También sabemos cómo continuó la conversación, o en realidad debería decir la prueba de amor de la que nos habla el Evangelio de hoy; Simón Pedro, fortalecido por el Espíritu Santo, se convirtió en un valiente testigo de Jesucristo. Se convirtió en la sólida roca sobre la que se fundó la Iglesiaque estaba naciendo. En Roma, en la capital del Imperio Romano, Pedro pagó un alto precio por eso: fue crucificado como su Maestro. La sangre de Pedro, derramada en nombre de Jesús, fue el comienzo de la fe y del crecimiento de la Iglesia, que más tarde se extendió por todo el mundo.
Hoy Cristo nos habla a nosotros, en Cracovia, en los bancos del río Vístula, que recorre toda Polonia, desde las montañas hasta el mar. La experiencia de Pedro puede llegar a ser la nuestra e inspirarnos a reflexionar.
Planteémonos tres preguntas y busquemos las respuestas. En primer lugar, ¿de dónde venimos? En segundo lugar, ¿dónde estamos hoy, en este momento de nuestra vida? Y, por último, ¿dónde vamos a ir y qué vamos a llevar con nosotros?
2. ¿De dónde venimos? Venimos de “todas las naciones del mundo” (Hch 2,5), como aquellos que llegaron en gran número a Jerusalén el Día de Pentecostés, pero aquí somos incomparablemente muchos más que hace dos mil años, porque llevamos siglos de prédica del Evangelio; desde entonces, ha llegado hasta los confines del mundo. Traemos la experiencia de culturas, tradiciones y lenguas diferentes. También traemos el testimonio de la fe y de la santidad de las generaciones pasadas, así como de las generaciones presentes de nuestros hermanos y hermanas que siguen al Señor Resucitado.
Venimos de tantas partes del mundo donde la gente vive en paz, donde las familias constituyen comunidades de amor y de vida y donde la juventud puede hacer realidad sus sueños. También hay entre nosotros tantos jóvenes cuyos países sufren guerras y todo tipo de conflictos, donde los niños mueren de hambre y donde los cristianos son brutalmente perseguidos. Entre nosotros hay peregrinos de lugares del mundo regidos por la violencia o el terrorismo, donde los gobiernos, regidos por ideologías insanas, usurpan el control de los hombres y de las naciones.
A este encuentro con Cristo traemos nuestra experiencia personal de vivir de acuerdo con el Evangelio en este difícil mundo. Traemos nuestros temores, nuestras decepciones y también nuestras esperanzas y anhelos, nuestro deseo de vivir en un mundo más humano, en el que reine la fraternidad y la solidaridad. Reconocemos nuestras debilidades pero, al mismo tiempo, creemos que “podemos todo en Aquel que nos conforta” (Flp 4,13). Podemos hacer frente a los desafíos del mundo moderno donde el hombre elige entre la fe y la incredulidad, el bien y el mal, entre el amor y aquello que rechaza al amor.
3. ¿Dónde estamos ahora, en este momento de nuestras vidas? Hemos venido de muy lejos. Muchos de nosotros hemos viajado miles de kilómetros y hemos invertido mucho en este viaje, para estar aquí. Estamos en Cracovia, antigua capital de Polonia. Nuestro país, el cual ha recibido la luz de la fe hace mil cincuenta años atrás, ha tenido una historia muy difícil; aun así, siempre intentó mantenerse fiel a Dios y al Evangelio.
Estamos aquí porque hemos sido reunidos por Cristo. Él es la luz del mundo. Nunca caminará entre tinieblas aquel que me siga (Jn 8,12). Él es camino, la verdad y la vida (Jn, 14,6). Él tiene palabra de Vida Eterna, ¿a quién iremos? (Jn 6,68). Solo Él, Jesucristo, puede satisfacer los anhelos más profundos del corazón humano. Él es el que nos ha traído hasta aquí. Él está presente en medio de nosotros. Él nos acompaña como a los discípulos de Emaús. En estos días encomendémosle nuestros problemas, nuestros miedos y nuestras esperanzas. En estos días Él nos va a preguntar sobre el amor, como hizo una vez con Simón Pedro. No evitemos las respuestas a esas preguntas.
El encuentro con Jesús es, al mismo tiempo, la experiencia de lo que la gran comunidad de la Iglesia debe ser: la comunidad que va más allá de los límites establecidos por los hombres para dividir. Somos todos hijos de Dios, redimidos por la sangre de Su Hijo, Jesucristo. La experiencia de experimentar la Iglesia del mundo es el gran fruto de la Jornada Mundial de la Juventud. Depende de nosotros, de nuestra fe y de nuestra santidad. Es nuestra tarea asegurarnos de que el Evangelio llegue a aquellos que no han escuchado hablar de Jesús todavía o que no sepan mucho sobre Él.
Mañana, el Pedro de nuestro tiempo, el Santo Padre Francisco, estará entre nosotros. Pasado mañana vamos a saludarlo en este mismo lugar. En los siguientes días vamos a escuchar sus palabras y orar con él. La presencia del Papa en la Jornada Mundial de la Juventud es otro hermoso rasgo característico de esta celebración de la fe.
4. Y, finalmente, la tercera y última pregunta: ¿dónde vamos a ir y qué vamos a llevar con nosotros? Nuestro encuentro va a durar solo unos días. Va a ser una experiencia espiritual muy intensa, y al mismo tiempo, en cierto punto, exigente físicamente. Luego, volveremos a nuestras casas, familias, escuelas, universidades y trabajos. Quizás, durante estos días, tomemos importantes decisiones. Quizás nos propongamos nuevas metas en nuestras vidas. Quizás escuchemos claramente la voz de Jesús que nos dice que dejemos todo y Lo sigamos.
¿Con qué vamos a llegar a casa? Mejor no anticipar la respuesta a esta pregunta. Durante estos días compartamos nuestros tesoros más preciosos con todos. Compartamos nuestra fe, nuestra experiencia, nuestra esperanza. Mis queridos jóvenes amigos, que estos días sean la oportunidad de modelar sus corazones y sus mentes. Escuchen atentamente las catequesis de los obispos. Escuchen la voz del Papa Francisco. Participen de la liturgia con todo el corazón. Aprovechen el amor misericordioso del Señor que se derrama en el sacramento de la reconciliación. Descubran los templos de Cracovia, la riqueza de su cultura, la hospitalidad de sus habitantes y de otras ciudades de la zona donde vamos a descansar luego de estos ajetreados días.
Cracovia vive a través del misterio de la Divina Misericordia, gracias a la humildad de la hermana Faustina y de Juan Pablo II que hicieron que la Iglesia y el mundo fueran más conscientes este don de Dios. Al volver a nuestros países, hogares y comunidades, llevemos la llama de la misericordia y recordémosle a todo el mundo que son “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5,7). Lleven la llama de la misericordia y con ella enciendan otras llamas, que los corazones de los hombres latan al ritmo del Corazón de Jesús, “un horno ardiente de amor”. Que la llama del amor inunde nuestro mundo y haga desaparecer el egoísmo, la violencia y la injusticia. Que nuestro mundo sea conquistado por la civilización del bien, de la reconciliación, de la paz y del amor.
El profeta Isaías nos dice hoy: “¡Qué hermosos son sobre las montañas los pies de los mensajeros de la paz, de los que anuncia la Buena Noticia!” (Is. 52,7). Juan Pablo II fue este tipo de mensajero; él fue el iniciador de la Jornada Mundial de la Juventud, amigo de los jóvenes y de las familias. Sean esta clase de mensajeros también. Lleven la Buena Noticia de Jesús al mundo. Den testimonio de que vale la pena confiar en Él y que debemos encomendarle nuestra vida. Abran sus corazones a Cristo. Prediquen con convicción como San Pablo “ni la muerte ni la vida… ni nada en toda la creación podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.” (Rm. 8, 38-39)
¡Amén!