FRANCESC TORRALBA | Filósofo
En la sociedad gaseosa se teme más la dependencia que la muerte. Antes morir que ser una carga para los otros. Antes morir que ser dependiente. Este temor a la dependencia, en cualquiera de sus múltiples formas (social, económica, física, psíquica, espiritual o moral) es la consecuencia de una cultura que ha sacralizado la autonomía personal.
La autonomía, en el imaginario colectivo de la sociedad gaseosa, se interpreta como el ejercicio de la libre voluntad (free will), como la capacidad de dirigir la propia vida sin tener que dar explicaciones a nadie. El miedo a perder esta autonomía es lo que conduce al ciudadano a mantener su soledad, a no vincularse para formar una familia.
Vivir conforme a la propia ley es, de hecho, la definición del vocablo autonomía, pero eso es excesivo para un sujeto gaseoso, con lo cual la autonomía se interpreta como el libre ejercicio de una voluntad que, arbitrariamente, cambia de objetos de deseo.
En la mentalidad de la sociedad gaseosa, la vida no es un don; tampoco una tarea. Es una propiedad, con lo cual puedo disponer de ella según me convenga. El cuerpo tampoco es un don recibido que debe ser acogido, cuidado y amado; es una propiedad de la que puedo disponer libremente, que puedo transformar, alterar, cambiar, manipular, mejorar o destruir según mi voluntad.
La ecuación entre autonomía y dignidad tiene como consecuencia que cuando un ser humano experimenta que es dependiente para realizar las funciones básicas de su vida, percibe que su vida carece de dignidad, que es indigna de ser vivida. En el imaginario colectivo, la persona de éxito es autónoma, está sana, es joven, bella y esbelta.
Se teme caer en la dependencia, pero también cargar con las personas que sufren dependencia. Por eso, se derivan este tipo de cuidados a profesionales preparados para ello. Los seres humanos dependientes desaparecen del hogar, de la mesa, del entorno familiar. Son desplazados a lugares donde coexisten con otras personas dependientes, con lo cual, la dependencia deja de ser un hecho de la vida cotidiana para ser un fenómeno marginal.
Se teme ser dependiente de alguien, por eso causa estupor la posibilidad de estar gravemente enfermo, de envejecer o de sufrir algún accidente que reduzca significativamente la autonomía funcional de la persona. Y, sin embargo, esta negación de la dependencia choca frontalmente contra la realidad humana y también la realidad cósmica.
Vivimos en un universo física y ecológicamente interdependiente, donde ninguna realidad subsiste por sí misma, donde todo está encadenado y forma una gran red. Esta verdad cósmica choca frontalmente contra la mentalidad del hombre gaseoso que aspira a preservar su independencia hasta el final. La sacralización de la autonomía personal entra en conflicto con esta evidencia científica, pero, aun así, el sentido de la individualidad y de la autorrealización centrada exclusivamente en el yo se enfatiza por encima del de la comunidad y de la interdependencia.
La dependencia física no es una posibilidad excepcional en el decurso de la vida humana. Es un hecho evidente en las primeras etapas de la existencia, pero puede serlo de nuevo a la mitad de la vida o en el crepúsculo. La dependencia no debería ser interpretada como un fenómeno vergonzante, porque la dignidad del ser humano, como se puede leer en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), es inherente (inherent dignity), con lo cual no depende del grado de autonomía o de heteronomía que sufre una persona.
Publicado en el número 3.004 de Vida Nueva. Ver sumario