JOSÉ LUIS CELADA | Redactor de Vida Nueva
Coincidiendo con el inicio de un nuevo curso, renacen los buenos propósitos: hacer deporte, aprender inglés… y ordenar el trastero. Salen a relucir entonces viejos libros, de dudosa calidad literaria y/o editorial, que han ido acumulando polvo y desidia hasta ignorar su existencia. Y llega el momento de decidir qué hacer con ellos.
¿Limpiarlos y organizarlos, para depositarlos luego de vuelta en la oscuridad del olvido? Justificar un síndrome de Diógenes en nombre de la cultura resulta bastante frívolo.
¿Donarlos a una biblioteca o a una organización solidaria para que encuentren un mejor uso de los mismos… si es que alguna vez lo tuvieron? Por qué dar a otros lo que no quieres para ti.
¿Arrojarlos sin contemplaciones al contenedor azul? Suena a desprecio, casi a humillación del conocimiento. Pero de pronto, después de tanta indecisión, se hace la luz: ¿y si el destino de todos esos volúmenes, acumulados sin otro criterio que un interés fugaz, es sumarse al proceso habitual del reciclaje de residuos? Quién sabe si todo ese papel se llega a convertir algún día en libros nuevos… y mejores.
Es tan solo un sueño. O uno de esos deseos posvacacionales que rara vez se cumplen.
Publicado en el número 3.004 de Vida Nueva. Ver sumario